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107<br />
Abrió la puerta de su cuarto y fue directamente a su escritorio, donde recordó de repente<br />
que se había dejado el reloj. Allí estaba efectivamente. Mientras se lo ponía, miró la carta<br />
que ese día le había escrito a su madre y terminó la última frase mentalmente. Sin<br />
necesidad de volverse, fue adquiriendo gradualmente conciencia de que no estaba sola en la<br />
habitación.<br />
En toda pieza habitada hay superficies de refracción que sólo notamos a medias: la madera<br />
barnizada, el metal más menos pulido, la plata y el marfil, y aparte de éstos, otros mil<br />
transmisores de luz y sombra tan tenues que apenas consideramos como tales: la parte<br />
superior de los marcos de los cuadros, los bordes de lápices o ceniceros, de objetos de<br />
cristal o porcelana. Tal vez la acumulación de todos estos reflejos (que invocan a su vez<br />
otros reflejos ópticos igualmente sutiles, así como las asociaciones de ideas que parecemos<br />
conservar fragmentariamente en nuestro subconsciente, del mismo modo que un vidriero<br />
conserva las piezas de forma irregular por si le pueden servir algún día) podría explicar por<br />
qué Rosemary describió después como si se tratara casi de una experiencia sobrenatural el<br />
hecho de «darse cuenta» de que había alguien en la habitación antes incluso de volverse.<br />
Pero en cuanto se dio cuenta, se volvió rápidamente con una especie de movimiento de<br />
ballet y vio que estaba tendido sobre su cama un negro que parecía estar muerto.<br />
Al gritar «¡aauuu!» e ir a parar el reloj, que todavía no estaba bien sujeto, contra el<br />
escritorio, le entró la descabellada idea de que se trataba de Abe North. Se lanzó a la puerta<br />
y atravesó corriendo el pasillo.<br />
Dick estaba ordenando sus cosas. Tras examinar los guantes que había llevado aquel día,<br />
los había arrojado a un rincón de un baúl donde había un montón de guantes sucios. Había<br />
colgado la chaqueta y el chaleco en una percha y la camisa en otra; era una de sus manías.<br />
«Se puede llevar una camisa que esté un poco sucia, pero una camisa arrugada, jamás.»<br />
Nicole había vuelto y estaba vaciando en la papelera uno de los increíbles ceniceros de Abe<br />
cuando Rosemary irrumpió en la habitación.<br />
-¡Dick! ¡Dick! ¡Ven a ver una cosa!<br />
Dick fue corriendo a su habitación. Se inclinó para ver si le latía el corazón a Peterson. El<br />
cuerpo estaba aún caliente, y el rostro, atormentado y huidizo en vida, se veía abultado y<br />
lleno de rencor con la muerte. Seguía teniendo la caja de herramientas bajo un brazo, pero<br />
en el zapato que colgaba de la cama no había el menor rastro de betún y la suela estaba<br />
totalmente gastada. Según las leyes francesas, Dick no tenía derecho a tocar el cadáver,<br />
pero movió un poco un brazo para poder ver algo: había una mancha en la colcha verde, lo<br />
que hacía pensar que la manta de debajo estaría manchada de sangre.<br />
Dick cerró la puerta y se puso un momento a pensar. Enseguida oyó unos pasos sigilosos en<br />
el corredor y luego la voz de Nicole que lo llamaba. Abrió la puerta y le dijo en voz baja: