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Suave Es La Noche

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201<br />

Al subir por la pasarela, la visión del mundo se reajusta, se encoge. Se es ciudadano de una<br />

república más pequeña que Andorra y ya no se está seguro de nada. Los hombres que están<br />

en la oficina del sobrecargo tienen una forma tan rara como los camarotes; los pasajeros y<br />

sus amigos lo miran todo con desdén. Luego llegan el lúgubre pitido ensordecedor, la<br />

tremenda vibración, y el barco, la idea humana, se pone en movimiento. El embarcadero y<br />

las caras que hay en él pasan de largo y por un instante el barco es un fragmento de ellos<br />

arrancado accidentalmente. De pronto las caras apenas se distinguen, ya no tienen voz, y el<br />

embarcadero es uno de tantos puntos borrosos a lo largo de los muelles. El puerto corre<br />

rápido hacia el mar.<br />

Y con él corría Albert McKisco, que era, según los periódicos, la carga más preciada del<br />

buque. McKisco estaba de moda. Sus novelas eran refritos de las obras de los mejores novelistas<br />

de la época, toda una hazaña que no cabía menospreciar, y además, tenía un gran<br />

talento para edulcorar y degradar Ho que copiaba, de modo que muchos lectores estaban<br />

encantados con lo fácil que les resultaba leer lo que él escribía. El éxito había mejorado su<br />

carácter, le había hecho más humilde. No se hacía ilusiones con respecto a sus aptitudes<br />

literarias: sabía que poseía más capacidad de trabajo que muchos hombres de superior<br />

talento y estaba decidido a disfrutar del éxito que había obtenido. «Todavía no he hecho<br />

nada que valga la pena», solía decir. «No creo poseer realmente genio. Pero si sigo intentándolo,<br />

tal vez llegue a escribir algún día un buen libro.» Peores intenciones que ésas<br />

han dado excelentes resultados. <strong>La</strong>s innumerables humillaciones del pasado habían<br />

quedado olvidadas. En realidad, la base psicológica de su éxito había sido su duelo con<br />

Tommy Barban, a raíz del cual, y a medida que se iba haciendo más borroso en su<br />

memoria, se había creado un amor propio del que carecía. Al reconocer a Dick el segundo<br />

día de travesía, estuvo considerando primero si le saludaba o no, y luego se presentó en un<br />

tono cordial y tomó asiento a su Hado. Dick dejó lo que estaba leyendo y, pasados unos<br />

minutos, que fue lo que tardó en comprender que McKisco había sufrido un cambio, que ya<br />

no tenía aquel complejo de inferioridad tan molesto, descubrió que se alegraba de hablar<br />

con él. Mckisco estaba «muy impuesto» en más temas de los que dominaba el propio<br />

Goethe. Era interesante escuchar las innumerables mezcolanzas superficiales de ideas que<br />

presentaba como opiniones propias. Empezaron a tratarse y Dick comió varias veces con<br />

ellos. Los McKisco habían sido invitados a la mesa del capitán para las comidas, pero con<br />

incipiente esnobismo le dijeron a Dick que «no soportaban a aquella gente».<br />

A Violet se la veía muy encopetada. <strong>La</strong> vestían los mejores modistos y no cesaba de<br />

maravillarse con los pequeños descubrimientos que las chicas de buena familia suelen hacer<br />

en la adolescencia. En realidad, podía haber aprendido todas aquellas cosas de su madre en<br />

Boise, pero su alma se había despertado melancólicamente en los pequeños cines de Idaho<br />

y no le había quedado tiempo para su madre. Ahora había sido «aceptada» -en un medio<br />

que comprendía a otros varios millones de personas- y era muy feliz, aunque su marido aún<br />

tenía que hacerla callar cuando daba muestras de excesiva ingenuidad.

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