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Al subir por la pasarela, la visión del mundo se reajusta, se encoge. Se es ciudadano de una<br />
república más pequeña que Andorra y ya no se está seguro de nada. Los hombres que están<br />
en la oficina del sobrecargo tienen una forma tan rara como los camarotes; los pasajeros y<br />
sus amigos lo miran todo con desdén. Luego llegan el lúgubre pitido ensordecedor, la<br />
tremenda vibración, y el barco, la idea humana, se pone en movimiento. El embarcadero y<br />
las caras que hay en él pasan de largo y por un instante el barco es un fragmento de ellos<br />
arrancado accidentalmente. De pronto las caras apenas se distinguen, ya no tienen voz, y el<br />
embarcadero es uno de tantos puntos borrosos a lo largo de los muelles. El puerto corre<br />
rápido hacia el mar.<br />
Y con él corría Albert McKisco, que era, según los periódicos, la carga más preciada del<br />
buque. McKisco estaba de moda. Sus novelas eran refritos de las obras de los mejores novelistas<br />
de la época, toda una hazaña que no cabía menospreciar, y además, tenía un gran<br />
talento para edulcorar y degradar Ho que copiaba, de modo que muchos lectores estaban<br />
encantados con lo fácil que les resultaba leer lo que él escribía. El éxito había mejorado su<br />
carácter, le había hecho más humilde. No se hacía ilusiones con respecto a sus aptitudes<br />
literarias: sabía que poseía más capacidad de trabajo que muchos hombres de superior<br />
talento y estaba decidido a disfrutar del éxito que había obtenido. «Todavía no he hecho<br />
nada que valga la pena», solía decir. «No creo poseer realmente genio. Pero si sigo intentándolo,<br />
tal vez llegue a escribir algún día un buen libro.» Peores intenciones que ésas<br />
han dado excelentes resultados. <strong>La</strong>s innumerables humillaciones del pasado habían<br />
quedado olvidadas. En realidad, la base psicológica de su éxito había sido su duelo con<br />
Tommy Barban, a raíz del cual, y a medida que se iba haciendo más borroso en su<br />
memoria, se había creado un amor propio del que carecía. Al reconocer a Dick el segundo<br />
día de travesía, estuvo considerando primero si le saludaba o no, y luego se presentó en un<br />
tono cordial y tomó asiento a su Hado. Dick dejó lo que estaba leyendo y, pasados unos<br />
minutos, que fue lo que tardó en comprender que McKisco había sufrido un cambio, que ya<br />
no tenía aquel complejo de inferioridad tan molesto, descubrió que se alegraba de hablar<br />
con él. Mckisco estaba «muy impuesto» en más temas de los que dominaba el propio<br />
Goethe. Era interesante escuchar las innumerables mezcolanzas superficiales de ideas que<br />
presentaba como opiniones propias. Empezaron a tratarse y Dick comió varias veces con<br />
ellos. Los McKisco habían sido invitados a la mesa del capitán para las comidas, pero con<br />
incipiente esnobismo le dijeron a Dick que «no soportaban a aquella gente».<br />
A Violet se la veía muy encopetada. <strong>La</strong> vestían los mejores modistos y no cesaba de<br />
maravillarse con los pequeños descubrimientos que las chicas de buena familia suelen hacer<br />
en la adolescencia. En realidad, podía haber aprendido todas aquellas cosas de su madre en<br />
Boise, pero su alma se había despertado melancólicamente en los pequeños cines de Idaho<br />
y no le había quedado tiempo para su madre. Ahora había sido «aceptada» -en un medio<br />
que comprendía a otros varios millones de personas- y era muy feliz, aunque su marido aún<br />
tenía que hacerla callar cuando daba muestras de excesiva ingenuidad.