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-Nunca he logrado averiguar por qué, y me lo he preguntado muchas veces. Debe de ser<br />
porque me lleno el dedo de jabón al afeitarme las patillas, pero lo que no entiendo es cómo<br />
llega el jabón a lo alto de la cabeza.<br />
-Mañana me voy a fijar bien.<br />
-¿<strong>Es</strong> ésa la única pregunta que quieres hacerme antes del desayuno?<br />
-¡Pero si no era una pregunta!<br />
-De acuerdo. Entonces te debo una.<br />
Media hora más tarde se dirigía Dick al pabellón donde estaban las oficinas. Tenía treinta y<br />
ocho años, y, aunque seguía sin dejarse barba, se le veía más aire de médico que cuando<br />
estaba en la Riviera. Llevaba ya dieciocho meses en la clínica, sin duda una de las mejor<br />
equipadas de Europa. Era de estilo moderno, como la de Dohmler. <strong>Es</strong> decir, ya no un solo<br />
edificio oscuro y siniestro, sino una especie de pueblecito, disperso pero no tan integrado<br />
como parecía a simple vista. Dick y Nicole habían aportado su buen gusto, por lo que el<br />
conjunto resultaba de gran belleza, y no había psiquiatra que pasara por Zurich que no lo<br />
visitara. Si se le hubieran agregado instalaciones de golf podría haber pasado perfectamente<br />
por un club de campo. El pabellón de la Eglantina y el de las Hayas, que albergaban a los<br />
sumidos en la eterna oscuridad, quedaban ocultos tras unos bosquecillos, como fortalezas<br />
camufladas. Detrás había un gran huerto del que se ocupaban en parte los pacientes. Los<br />
talleres de ergoterapia eran tres, estaban situados en el mismo edificio y era en ellos donde<br />
el doctor Diver empezaba cada mañana sus visitas. El taller de carpintería, donde entraba el<br />
sol a raudales, rezumaba dulzura de aserrín, de una edad de la madera ya olvidada; siempre<br />
había allí media docena de hombres dando martillazos, cepillando, aserrando, hombres callados<br />
que levantaban la vista de su trabajo cuando él pasaba y le miraban con expresión<br />
solemne. Como él mismo era buen carpintero, se quedaba un rato con ellos hablando con<br />
naturalidad de la eficacia de algunas herramientas, mostrándoles un interés personal en lo<br />
que hacían. Contiguo a este taller estaba el de encuadernación, adaptado para los pacientes<br />
más flexibles, que no eran siempre, sin embargo, los que más posibilidades tenían de<br />
curarse. El último de los talleres estaba dedicado a la fabricación de abalorios, telares y<br />
trabajos en latón. <strong>La</strong>s caras de los pacientes que se encontraban en él tenían la expresión de<br />
alguien que acabara de suspirar profundamente desechando algún problema insoluble, pero<br />
sus suspiros sólo indicaban el comienzo de otra serie inacabable de razonamientos, no<br />
lineales, como en las personas normales, sino girando en torno a un mismo círculo.<br />
Dándoles vueltas y más vueltas. Girando eternamente. Pero los colores de los materiales<br />
con que trabajaban eran tan vivos que podían producir a los visitantes momentáneamente la<br />
impresión engañosa de que todo iba bien, como en un jardín de infancia. A estos pacientes<br />
se les iluminaba la cara en cuanto aparecía el doctor Diver. Casi todos le tenían más<br />
simpatía a él que al doctor Gregorovius. Desde luego, todos los que habían vivido alguna