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Suave Es La Noche

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267<br />

VIII<br />

Nicole se dio un baño y después se untó el cuerpo de crema y lo cubrió con una capa de<br />

polvos mientras hundía los dedos de los pies en otro montón extendido sobre una toalla de<br />

baño. Examinó minuciosamente la línea de sus costados y se preguntó si faltaría mucho<br />

para que aquel edificio hermoso y esbelto comenzara a agrietarse y combarse. «Tal vez<br />

unos seis años, pero de momento me conservo perfectamente. De hecho, no tengo nada que<br />

envidiar a ninguna de mis conocidas.»<br />

No exageraba. <strong>La</strong> única diferencia en cuanto al físico entre la Nicole actual y la de cinco<br />

años atrás era simplemente que había dejado de ser una jovencita. Pero el culto a la<br />

juventud imperante entonces, patente en las películas con sus innumerables rostros de<br />

muchachas de aire aniñado a las que insulsamente se quería presentar como portadoras de<br />

todos los valores y la sabiduría del mundo, le agobiaba lo bastante como para sentir celos<br />

de todas las jóvenes.<br />

Se puso un vestido de calle con la falda hasta los tobillos, el primero de esa clase que se<br />

había comprado en muchos años, y luego completó el ritual religiosamente con unos toques<br />

de Chanel Dieciséis. Antes de que diera la una, que fue cuando apareció el coche de<br />

Tommy, había conseguido dar a su persona el aspecto de un jardín cuidado hasta el último<br />

detalle.<br />

¡Qué estupendo que le volvieran a pasar cosas, sentirse adorada de nuevo, jugar a la mujer<br />

misteriosa! Había perdido dos de los años en que una muchacha bonita se puede permitir el<br />

lujo de ser perfectamente arrogante y ahora quería resarcirse de esa pérdida. Saludó a<br />

Tommy como si fuera uno más de sus múltiples admiradores y mientras cruzaban el jardín<br />

para ir a sentarse bajo la amplia sombrilla caminaba delante de él en lugar de a su lado. A<br />

los diecinueve y a los veintinueve años las mujeres atractivas tienen una jovial seguridad en<br />

sí mismas; entre esas dos edades, por el contrario, el urgente deseo de ser madres les impide<br />

seguir considerándose el centro del mundo. <strong>La</strong>s dos primeras son las edades de la<br />

insolencia, comparable la una a un joven cadete y la otra a un combatiente que se jacta<br />

orgulloso de su actuación en la batalla.<br />

Pero mientras que a una muchacha de diecinueve años lo que le infunde seguridad en sí<br />

misma es el exceso de atención que recibe, la mujer de veintinueve se alimenta de otras<br />

fuentes más sutiles. Cuando siente apetito, sabe discernir a la hora de elegir sus aperitivos<br />

y, cuando está satisfecha, saborea el caviar del poder posible. Afortunadamente, en ninguno<br />

de los dos casos da la impresión de estar pensando en los años subsiguientes, en los que su<br />

capacidad de discernimiento estará velada por el pánico, por el miedo de no poder seguir o<br />

el miedo de tener que seguir. Pero a los diecinueve o a los veintinueve años anda por los<br />

bosques tranquila, sabiendo que no se va a encontrar al lobo feroz.

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