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Suave Es La Noche

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200<br />

puso una conferencia a Nicole en Zurich, y mientras esperaba que se la dieran se acordó de<br />

muchas cosas y se preguntó si había sido siempre todo lo bueno que había querido ser.<br />

XIX<br />

Al estar todavía bajo la profunda impresión que le había causado la muerte de su padre, la<br />

espléndida fachada de su patria, el puerto de Nueva York, le pareció a Dick un espectáculo<br />

a la vez triste y grandioso. Pero una vez en tierra, esa sensación que había tenido durante<br />

una hora se esfumó y ya no la volvió a tener ni en las calles ni en los hoteles ni en los trenes<br />

que le llevaron primero a Buffalo y luego a l sur, a Virginia, acompañando el cadáver de su<br />

padre. Sólo en el tren correo que avanzaba lentamente por la tierra arcillosa del condado de<br />

Westmoreland, entre bosques de arbustos y matorrales, se volvió a sentir identificado con<br />

todo lo que le rodeaba. En la estación vio una estrella que reconoció, y la luna fría sobre la<br />

bahía de Chesapeake. Oyó el chirrido de las ruedas de las calesas al girar, las entrañables<br />

voces con su tono de presuntuosa inocencia, el rumor de los indolentes ríos primigenios,<br />

que discurrían suavemente con los suaves nombres que les habían puesto los indios.<br />

Al día siguiente enterraron a su padre en el cementerio, entre un centenar de Divers,<br />

Dorseys y Hunters. Sin duda se sentiría más a gusto allí, rodeado de todos aquellos familiares<br />

suyos. Arrojaron flores sobre la tierra parduzca removida.<br />

Ya no había nada que atara a Dick a aquella tierra y no creía que fuera a volver nunca. Se<br />

arrodilló en el duro suelo. Conocía muy bien a todos aquellos muertos. Conocía sus rostros<br />

curtidos por la intemperie y sus expresivos ojos azules, sus cuerpos enjutos y tensos y sus<br />

almas forjadas por la nueva tierra en la sombría espesura del siglo<br />

XVII<br />

-Adiós, padre mío. Adiós, antepasados. Adiós a todos.<br />

En los embarcaderos de los vapores, con sus largos techos, uno se encuentra en un país que<br />

no es todavía aquel al que se dirige pero tampoco es ya el país del que va a partir. <strong>La</strong><br />

nebulosa bóveda amarilla se llena del eco de todos los gritos. Al retumbo de los carretones<br />

se suma el de los baúles que se acumulan, el chirrido estridente de las grúas, el primer olor<br />

a mar. Uno anda apresurado aunque haya tiempo de sobra. Detrás queda el pasado, el<br />

continente. El futuro es la boca resplandeciente al costado del buque. El pasillo turbulento y<br />

mal iluminado es el presente, pero un presente demasiado confuso.

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