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policía y respaldado su alegación de que un negro cuya identificación era uno de los<br />
elementos del caso le había arrebatado de las manos un billete de mil francos. Abe y Jules<br />
Peterson, acompañados de un policía, habían regresado al bistrot e identificado demasiado<br />
apresuradamente como autor del delito a un negro que, según se determinó al cabo de una<br />
hora, había entrado en el lugar después de que Abe se hubiera marchado. <strong>La</strong> policía había<br />
complicado aún más la situación al detener a Freeman, un negro muy prominente<br />
propietario de un restaurante, que había aparecido flotando entre los vapores del alcohol<br />
muy al principio y luego había desaparecido. El verdadero culpable, cuyo único delito,<br />
según habían declarado sus amigos, había consistido simplemente en apoderarse de un<br />
billete de cincuenta francos para pagar unas copas que Abe había pedido, no había<br />
reaparecido en la escena hasta poco tiempo antes y haciendo un papel más bien siniestro.<br />
De modo que en el espacio de una hora Abe había logrado mezclarse en las vidas privadas,<br />
las conciencias y los sentimientos de un afroeuropeo y tres afroamericanos que habitaban<br />
en el barrio latino. No parecía de momento que se fuera a aclarar el enredo y la jornada<br />
había transcurrido entre rostros de negros desconocidos que surgían súbitamente en los<br />
lugares y rincones más inesperados y entre voces insistentes de negros al teléfono.<br />
Personalmente, Abe había conseguido zafarse de todos ellos, salvo de Jules Peterson.<br />
Peterson se encontraba más bien en la situación del piel roja de buena voluntad que había<br />
prestado ayuda a un blanco. Los negros, que se sentían traicionados, más que a Abe al que<br />
perseguían era a Peterson, y éste buscaba ansiosamente toda la protección que Abe pudiera<br />
ofrecerle.<br />
Allá en <strong>Es</strong>tocolmo Peterson había fracasado como pequeño fabricante de betún y ya no<br />
poseía más que su fórmula y unas herramientas que cabían en una caja pequeña. Sin<br />
embargo, su nuevo protector le había prometido a primeras horas de la mañana que le iba a<br />
montar un negocio en Ver-salles. Un ex chófer de Abe trabajaba allí de zapatero y Abe le<br />
había entregado a Peterson doscientos francos a cuenta.<br />
Rosemary escuchaba con desagrado aquella sarta de disparates. Para poder apreciar lo<br />
grotesco que era todo hacía falta un sentido del humor más desarrollado del que ella tenía.<br />
El hombrecillo con su fábrica portátil y sus ojos insinceros que de vez en cuando giraban en<br />
sus órbitas en semicírculos de pánico, y el aspecto de Abe, la cara que sólo sus facciones<br />
finas impedían que apareciera totalmente desdibujada, le parecían tan remotos como una<br />
enfermedad. Lo único que pido es una oportunidad -decía Peterson, que hablaba con el<br />
acento preciso pero deformado propio de los países coloniales-. Mis métodos son sencillos<br />
y mi fórmula es tan buena que tuve que salir de <strong>Es</strong>tocolmo arruinado porque me negué a<br />
dársela a nadie.<br />
Dick hacía como que le escuchaba por cortesía, pero el interés se le había ido tan pronto<br />
como se le había despertado. Se volvió a Abe: