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-Me deben de haber dado un número equivocado en el Departamento de Guerra -gimoteó-.<br />
Había otro nombre en la tumba. <strong>La</strong> llevo buscando desde las dos de la tarde ¡y hay tantas<br />
tumbas!<br />
-Entonces lo que yo haría sería depositar las flores en cualquier tumba sin mirar el nombre -<br />
le aconsejó Dick.<br />
-¿Cree usted que es lo que debería hacer?<br />
-Creo que es lo que le hubiera gustado a él que hiciera.<br />
<strong>Es</strong>taba oscureciendo y la lluvia se hacía cada vez más densa. <strong>La</strong> muchacha dejó la corona<br />
de flores en la primera tumba que había al cruzar la verja y aceptó la sugerencia de Dick de<br />
que despidiera a su taxista y regresara a Amiens con ellos.<br />
A Rosemary se le volvieron a saltar las lágrimas cuando se enteró del percance. Entre unas<br />
cosas y otras, había sido un día aguado, pero tenía la sensación de que había aprendido<br />
algo, si bien no sabía exactamente qué. Luego recordaría como felices todas las horas de<br />
aquella tarde, una de esas ocasiones en que parece no ocurrir nada y que en el momento se<br />
sienten sólo como un nexo entre el gozo pasado y el futuro, pero que luego resultan haber<br />
sido el gozo mismo.<br />
Amiens era una ciudad imperial llena de ecos, todavía entristecida por la guerra al igual que<br />
lo estaban algunas estaciones de ferrocarril, como por ejemplo la estación del Norte en<br />
París y la de Waterloo en Londres. Durante el día uno se siente aplanado en esa clase de<br />
ciudades, en las que pequeños tranvías de veinte años atrás cruzan las amplias plazas de<br />
adoquines grises delante de la catedral y hasta el mismo aire tiene algo del pasado, es un<br />
aire desteñido como el de una fotografía antigua. Pero al anochecer, todo lo más satisfactorio<br />
de la vida francesa reaparece: las busconas vivarachas, los hombres que discuten<br />
en los cafés con cientos de «Voilás», las parejas que, juntas las cabezas, se dejan arrastrar<br />
por la corriente hacia ninguna parte, el más barato de los placeres. Mientras esperaban el<br />
tren, se sentaron bajo unos amplios soportales cuyo techo era lo bastante alto como para<br />
que el humo y el sonido de la música y las conversaciones se proyectaran hacia arriba, y la<br />
orquesta, complaciente, se puso a tocar Sí, no tenemos bananas. Aplaudieron, más que nada<br />
por lo satisfecho de sí mismo que parecía el que la dirigía. <strong>La</strong> muchacha de Tennessee<br />
olvidó sus penas y lo estaba pasando muy bien; incluso inició una especie de coqueteo<br />
exótico con Dick y Abe consistente en poner los ojos en blanco y toquetearse. Los dos le<br />
tomaban el pelo cariñosamente.<br />
Hasta que, dejando que los grupos infinitesimales de wurtembergueses, guardias prusianos,<br />
cazadores alpinos, obreros de Manchester y antiguos alumnos de Eton siguieran buscando<br />
su condena eterna bajo la cálida lluvia, subieron al tren que iba a París. Se tomaron<br />
bocadillos de mortadela y queso «bel paese» preparados en la cantina de la estación y