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Suave Es La Noche

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egipcio menudo con pretensiones sociales, que sin duda se sentía solo pero desconfiaba de<br />

la mujer, y los dos americanos.<br />

Dick era siempre vivamente consciente de su entorno, mientras que a Collis Clay, que vivía<br />

de una manera vaga, las impresiones más agudas se le disolvían en un aparato de registro<br />

que se le había atrofiado a una edad muy temprana, de modo que el primero hablaba y el<br />

segundo escuchaba como el que está sentado donde hay una corriente de aire.<br />

Dick, que se había quedado agotado con todo lo que había ocurrido esa tarde, se estaba<br />

desquitando con los habitantes de Italia. Miraba en torno suyo como si esperara que algún<br />

italiano que se encontrara en el bar oyera lo que decía y se sintiera ofendido.<br />

-<strong>Es</strong>ta tarde fui a tomar el té con mi cuñada. Nos dieron la última mesa libre y entonces<br />

aparecieron dos tipos y se pusieron mirar a ver si encontraban una mesa, pero no había<br />

ninguna libre. Así que uno de ellos se acercó a donde estábamos y dijo: «¿No está<br />

reservada esta mesa para la princesa Orsini?», y yo le dije: «No había nada que lo<br />

indicara», y él dijo: «Pues creo que está reservada para la princesa Orsini». No le pude ni<br />

contestar.<br />

-¿Y qué hizo él?<br />

-Se marchó.<br />

Dick se revolvió en su silla.<br />

-No me gusta esta gente. El otro día dejé a Rosemary dos minutos delante de una tienda y<br />

un militar se puso a dar vueltas delante de ella haciendo ademán de quitarse la gorra.<br />

-No sé -dijo Collis al cabo de un rato-. Prefiero estar aquí que en París con alguien<br />

tratando de robarme la cartera cada minuto.<br />

Lo estaba pasando muy bien y se resistía contra todo lo que amenazara con aguarle la<br />

fiesta.<br />

-No sé -insistió-. No se está tan mal aquí.<br />

Dick trató de representarse alguna imagen de los últimos días que se le hubiera quedado<br />

grabada en la mente. El paseo hasta las oficinas del American Express pasando por delante<br />

de las olorosas pastelerías de Via Nazionale y luego atravesando el pestilente túnel que<br />

desembocaba en las escalinatas de la Plaza de <strong>Es</strong>paña, donde se elevaba su espíritu al ver<br />

los puestos de flores y la casa en la que había muerto Keats. Sólo le importaba la gente; en<br />

los lugares apenas se fijaba: lo único que le interesaba de ellos era el tiempo que hacía hasta<br />

que algún hecho tangible les daba color. El color de Roma era el del final de su sueño con<br />

respecto a Rosemary.

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