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El encargado cerró una puerta. Luego telefoneó a su colega entre las vibraciones del cable<br />
y, con un tirón, el tren inició su ascenso en dirección a un punto que se podía ver allá arriba,<br />
sobre una colina verde esmeralda. Una vez que se elevó sobre los tejados bajos se extendió<br />
ante los pasajeros una vista panorámica de los cielos de Vaud, Valais, la Saboya suiza y<br />
Ginebra. En el centro del lago, enfriado por la corriente del Ródano que lo penetraba,<br />
estaba el verdadero centro del mundo occidental. Sobre él flotaban cisnes como botes y<br />
botes como cisnes, unos y otros perdidos en la nada de aquella implacable belleza. Era un<br />
día luminoso y el sol resplandecía sobre la playa de hierba y sobre las blancas pistas de<br />
tenis del Kursaal. <strong>La</strong>s figuras que había en las pistas no proyectaban sombra alguna.<br />
En cuanto se alcanzaron a ver Chillon y la isla de Salagnon con su palacio, Dick volvió la<br />
vista adentro. El funicular se había elevado sobre las casas más altas de la orilla; a ambos<br />
lados, una maraña de follaje y flores culminaba a intervalos en masas de color. Era un<br />
jardín por el que pasaba el tren y en el vagón había un cartel que decía: Défense de cueillir<br />
les fleurs.<br />
Aunque no se debían coger flores mientras se ascendía, allí estaban, al alcance de la mano.<br />
<strong>La</strong>s rosas Dorothy Perkins se metían con suavidad en cada compartimiento balanceándose<br />
lentamente con el movimiento del funicular hasta que se liberaban y, con un balanceo<br />
último, volvían a su macizo rosado. Una y otra vez penetraban en el vagón aquellas flores.<br />
En el compartimiento de arriba, enfrente de Dick, había un grupo de ingleses de pie que<br />
lanzaba gritos de admiración ante la belleza del cielo. De pronto se produjo cierta confusión<br />
entre ellos y se apartaron para dejar pasar a una pareja joven que, entre disculpas, consiguió<br />
hacerse sitio en el compartimiento de atrás del funicular: el de Dick. El joven tenía aspecto<br />
de italiano y ojos de ciervo disecado. <strong>La</strong> muchacha era Nicole.<br />
Con tanto esfuerzo, los dos trepadores se habían quedado sin aliento. Mientras se sentaban,<br />
entre risas, y obligando a los dos ingleses a apretarse en un rincón, Nicole dijo hola. <strong>Es</strong>taba<br />
preciosa. Dick se dio cuenta inmediatamente de que algo había cambiado; enseguida vio<br />
que era su pelo sedoso, que se lo había cortado a lo Irene Castle, ahuecado y con rizos.<br />
Llevaba un suéter azulete y una falda de tenis blanca. Era como la primera mañana de mayo<br />
y no quedaba en ella ni rastro de su paso por la clínica.<br />
-¡Uf! -dijo jadeante-. ¡Caray con el guardia! Seguro que nos detienen en la próxima<br />
parada. El doctor Diver, el conde de Marmora.<br />
-¡Caray! -volvió a exclamar, todavía sin aliento, mientras se palpaba el nuevo peinado-.<br />
Mi hermana compró billetes de primera. Para ella es una cuestión de principio.<br />
Cambió una mirada con Marmora y luego siguió, a gritos:<br />
-Pero primera es esa especie de coche fúnebre detrás del conductor, rodeado de cortinas<br />
por si se pone a llover, así que no se puede ver nada. Pero mi hermana es tan digna.