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-<strong>Es</strong>toy enamorado de Rosemary -le dijo de pronto-. Sé que decírselo a usted supone un<br />
exceso por mi parte.<br />
Aquella confesión le sonó muy extraña y oficial. Era como si hasta las mesas y las sillas del<br />
Café des Alliés tuvieran que recordarla para siempre. Ya había empezado a notar la<br />
ausencia de Rosemary bajo aquellos cielos: en la playa sólo podía pensar en sus hombros<br />
pelados por el sol; en Tarmes borraba con los pies las huellas de sus pisadas cuando cruzaba<br />
el jardín; y ahora, la orquesta, que se había puesto a tocar la canción del Carnaval de<br />
Niza, un eco de los placeres ya desvanecidos del año anterior, iniciaba la graciosa danza<br />
que sólo hablaba de ella. En cien horas Rosemary había llegado a poseer toda la oscura<br />
magia del mundo: la belladona, que vuelve ciego; la cafeína, que convierte la energía física<br />
en nerviosa; la mandrágora, que impone la armonía.<br />
Haciendo un esfuerzo, llegó a convencerse una vez más de que lo veía todo desde la misma<br />
distancia que la señora Speers.<br />
-En realidad, usted y Rosemary no se parecen en nada -dijo-. <strong>La</strong> sabiduría que usted le<br />
transmitió está amoldada a su personaje, a la máscara con que hace frente al mundo. Ella no<br />
piensa. En lo más profundo de su ser es irlandesa, romántica, ilógica.<br />
<strong>La</strong> señora Speers también sabía que Rosemary, a pesar de su apariencia delicada, era como<br />
un potro salvaje en el que se podía reconocer al capitán médico Hoyt del Ejército de los<br />
<strong>Es</strong>tados Unidos. Si se le hiciera una sección transversal, aparecerían un corazón, un hígado<br />
y un alma enormes, bien apretados bajo la deliciosa envoltura.<br />
Mientras se despedía de ella, Dick era consciente de todo el encanto de Elsie Speers,<br />
consciente de que para él significaba bastante más que un simple fragmento último de Rosemary<br />
del que se desprendía de mala gana. Tal vez hubiera podido inventarse a Rosemary,<br />
pero nunca hubiera podido inventarse a su madre. Si la capa, las espuelas y los brillantes<br />
que<br />
Rosemary se había llevado consigo eran atributos de los que él la había dotado, qué<br />
agradable era, por otra parte, observar la elegancia natural de su madre con la certeza de<br />
que no era algo que él hubiera evocado. Tenía un aire como de estar esperando. Parecía<br />
esperar que un hombre ocupado con algo más importante que ella misma, una batalla o una<br />
operación, y al que, por tanto, no se le debía meter prisa ni molestar, terminara de hacer lo<br />
que estuviera haciendo. Cuando el hombre hubiera acabado, ella, sin mostrar inquietud ni<br />
impaciencia, le estaría esperando en algún lugar sentada en un taburete alto, volviendo las<br />
páginas de un periódico.<br />
-Adiós. Y quisiera que las dos recordaran siempre el afecto que les hemos tomado Nicole y<br />
yo.