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DÉCADA XI. CAPÍTULO PRIMERO. ARTÍCULO 8 67
ha logrado. Así le sucedió en esta ocasión, porque habló a la Reina de espíritu
tan altamente, que ella le mandó acudiese muchas veces a Palacio: y a pocos lances,
estando vaca la plaza de su confesor, le ocupó en ella, fiándole hasta la muerte su
alma.
Tan alto empleo en años tan pocos, debía despertar en algunos la emulación, y
solicitar la envidia: porque empezaron a hablar del confesor indebidamente. Unos,
y eran los más templados, si bien veneraban su virtud, decían que era de Palacio y
no de convento: que él quería ser santo, pero que quería serlo a su gusto. Otros
echaban por diferente camino, tratando indecentemente su crédito en materias que
venían a ser increíbles por lo mucho que eran graves. Aquí se empezó a labrar la
gran Cruz que, desde que trató de la Reforma, oprime gravemente sus hombros.
Grave si bien dulce pensión que han pagado todos los que los pusieron a semejante
empresa, principiada felizmente por el Padre con la ocasión de confesar a la Reina.
CAPÍTULO VIII.
Trata la Reina de retirarse a un convento.– Persuádela el P. Fr.
Manuel
funde para ello uno de Agustinas Descalzas.
Estando en este estado las cosas, sopló el Espíritu Santo en el corazón de la Reina,
y descubrió el fuego que debajo de las cenizas de los cuidados del gobierno
viviera disimulado.
Ocho años hacía que la Reina había perdido su marido el Rey Don Juan el 4.º
de este nombre, quedando con la tutela del Rey Don Alonso su hijo, y por su menor
edad con el gobierno del reino. Pero ella, preciando solamente las cosas eternas y
despreciando las terrenas, quiso luego entonces trocar el palacio por un convento.
Hizo partícipe de su resolución a quien gobernaba su alma y no halló aprobación,
antes le dijo que debía Su Majestad anteponer el bien público a su particular
sosiego. Cedió la Reina a este dictamen no dejando de la mano el timón de la Monarquía.
Gobernóla con la prudencia y valor que pagarán en eternas memorias sus
vasallos, y en debidas admiraciones los extranjeros.