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DÉCADA XI. CAPÍTULO SEPTIMO. ARTÍCULO 7 529
hasta el siglo XIII, en que fueron substituidos por los agustinos, primero
por los Canónigos regulares y luego por los Ermitaños. Esta creencia, sin
embargo, no es de tal manera cierta que no pueda con sólidas razones discutirse,
y de hecho, no haya sido vivamente discutida. Los cronistas agustinianos
sostienen que nunca estuvo el cuerpo del gran Patriarca encomendado
a los benedictos, sino a los agustinos que habían venido de Cerdeña
acompañando las reliquias, y que lo que ocurrió en el siglo XIII no fué la
expulsión de los hijos de San Benito, sino la admisión de los Canónigos
regulares a la participación de la gloria que ya de antiguo disfrutaban los
Ermitaños. La obscuridad y lo remoto de aquellos tiempos no permite esclarecer
este punto, ligado con otras muchas cuestiones que aquí sería inoportuno
ventilar. Lo que sí resulta cierto es que de las dos ramas que después
de la unión general de las distintas Congregaciones en que se había
dividido, constituían la Orden agustiniana, Honorio III designó para guardar
el sepulcro a los Canónigos regulares lateranenses en 1220, o, según
otros, en 1221; a los cuales agregó Juan XXII los Ermitaños, que parece se
juzgaban desposeídos, y alegaban por medio de su General Guillermo de
Cremona, la anterioridad en la posesión del Convento y en el culto de las
reliquias. Encargadas simultáneamente las dos ramas de la Orden, surgieron
desavenencias entre ambas acerca del mejor derecho de cada una, las
cuales zanjó Bonifacio IX disponiendo que los Canónigos ocupasen el lado
del Evangelio y los Ermitaños el de la Epístola, y alternasen mensualmente
en los Oficios.
Mientras la fama y los milagros del Santo llevaban a su sepulcro a las
muchedumbres del pueblo de Pavía, que le proclamaba su patrón y se
enorgullecía con la posesión del tesoro de sus restos, y las peregrinaciones
de toda Italia y aun de lejanos países, junto a la tumba del sabio, y en el
Monasterio adjunto, se formaba un gran centro de cultura que dió gran esplendor
a Pavía. En San Pedro in coelo aureo abrió su escuela en tiempo
de Carlo Magno y bajo su protección el monje irlandés Juan Mailors, benedictino
según algunos, agustino según nuestros cronistas, que le dan el
nombre de Albino; en el mismo Monasterio explicaba quizá el célebre
Dungallo por encargo de Lotario I; escuelas que, bajo el título de San