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DÉCADA XI. CAPÍTULO SEXTO. ARTÍCULO 4 409
en sus manos, y después de expropiarles todo lo que llevaban, robáronles las
mujeres, que tal es su principal botín. Tres de los asaltados fueron asesinados, y
salváronse los restantes, que huyeron precipitadamente, con tal miedo, que no se
atrevieron a volver a Santiago y se quedaron entre las tribus de su origen haciéndose
pregoneros de los peligros que habían tolerado en el viaje. Llegó a Santiago la
noticia de lo sucedido, produciendo en el ánimo de los misioneros, y particularmente
del Hermano Fr. Cristóbal, desconsuelo grandísimo, quien principió a dirigir al
cielo, por medio de la oración, más apretadas instancias, y también al Gobernador
nuevos empeños para que, por medio de otras tentativas, se actuase la anhelada
conversión de los achaguas. Ello fué parte a que el P. Fr. Juan de San Buenaventura,
Cura interino y Superior de las misiones, ayudado de la autoridad civil, se moviera
a enviar más emisarios que anunciaran la buena nueva a los bárbaros que se
pretendía catequizar. Así, pues, en el año 1662 quedaron despachados dos achaguas,
a quienes se les obligó a dejar las familias en la ciudad de Santiago, ya para
obviar inconvenientes de viaje, ya para ponerlos en la precisión de que tornasen una
vez hecha la embajada. Pasaron dos años, y los comisionados no volvían; probablemente
habían sufrido idéntica suerte que los anteriores.
Comenzó el Hermano Fr. Cristóbal a oír otra vez en su corazón aquella voz
misteriosa que le decía: Ambula in Christo, ambula. Anda en nombre de Cristo,
anda, porque aunque tengas 80 años, todo lo podrás en Aquél que te conforta; anda,
que en mi nombre arrojarás de los infieles el ídolo de la gentilidad, destruirás las
serpientes de los vicios, y si a la sed de tu amor se presentaren empozoñados peligros
y adversidades, no te dañarán. Convencido el anciano de que Dios quería valerse
de él para negocio tan arduo, expuso su propósito al P. Fr. Juan de San Buenaventura,
quien, acatando la divina voluntad y considerando los tesoros de virtud
que estaban guardados en el pecho de su súbdito Fr. Cristóbal, otorgóle su licencia
y comenzó a preparar lo conveniente para la expedición. Cuando el público se enteró
del proyecto, mucho tuvo que sufrir el valiente misionero para vencer las objecciones
y reparos que sus parientes y todos los vecinos de Santiago le hicieron. El
Hermano busca la muerte, decían,