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210 EL MÁRTIR<br />

acercó á Verutidio, apoyándose en el hombro de su nieto, que con<br />

la curiosidad peculiar de los niños, escuchaba sin comprender las<br />

palabras del general, y sentia la agitación nerviosa que la mano de<br />

su abuelo comunicaba á su cuerpo.<br />

— ¿Y qué dice mi hijo Archelao? — preguntó el idumeo de un<br />

modo extraño, pero que heló la sangre de su nieto.<br />

— Tu hijo — le contestó el romano — se halla en tu palacio de<br />

Jerusalen entregándose á todas las furias del averno.<br />

— ¡ Oh! ¡ La enfermedad me hace impotente !<br />

Y Heródes se llevó la mano al pecho, rasgando el magnífico túnico<br />

de escarlata, como si un áspid le hubiera mordido en el corazón.<br />

— Que la diosa Céres aparte de mí sus favores, si tu hijo Archelao<br />

no siente en este momento tanto como tú la misteriosa desaparición<br />

de los Magos. Yo le he visto arrancarse las barbas con rabia cuando<br />

tus herodianos han regresado sin ellos; yo le he oido poner un precio<br />

exorbitante por sus cabezas. Créeme, señor : á tu hijo nada le<br />

disgusta tanto como hallar obstáculos en el cumplimiento de las<br />

órdenes que le comunicas.<br />

— ¡ Ah i Los caldeos han faltado á su palabra, — murmuró Heródes<br />

con nervioso acento. —Yo pretendía burlarlos, y he sido burlado.<br />

Tanto peor para ese niño á quien apellida el vulgo el Mesías.<br />

Por fortuna, aun no se ha perdido todo; los reyes se han fugado,<br />

pero el niño caerá en mi poder. Cingo aun no ha vuelto.... y Cingo<br />

tiene ojos de lince y es intencionado y precavido como los chacales.<br />

Estoy seguro que él me traerá buenas noticias.<br />

Y como si estas palabras hubieran sido pronunciadas por una<br />

pitonisa, como una evocación, se descorrió un tapiz de la pared, y<br />

la oscura y feroz figura de Cingo el etíope apareció en la cámara de<br />

Heródes.<br />

Cingo llevaba el pintoresco traje de los árabes de Pigricia. Su alquicel<br />

listado de vistosos colores, su túnico negro con ramos de<br />

grana, su turbante de lino, daban un aire salvaje á su negro y reluciente<br />

semblante, cuyas pronunciadas facciones tenían una dureza<br />

feroz.<br />

Sobre su pecho cruzaba un cordón de seda verde, á cuyo extremo<br />

colgaba una calabaza pequeña, herméticamente tapada con una<br />

plancha de oro. Sus piés descalzos se hallaban salpicados de barro y

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