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CAPÍTULO IV,<br />

PAX HUIC DOMÜI.<br />

Jesús mientras tanto, continuaba su divina peregrinación.<br />

Sus palabras eran la luz, que disipaba las tinieblas.<br />

La fama de sus milagros le salia al encuentro por todas partes.<br />

Ancianos, mujeres, mozos y niños corrían á encontrarle, hambrientos<br />

de oir su nueva ley, y la infinita misericordia del futuro<br />

Mártir caia sobre los desgraciados como el rocío matinal sobre los<br />

campos.<br />

Las riberas del mar de Tiberiades, las calles de Cafarnaum, los<br />

pintorescos valles de Zabulón, la florida tribu de Aser y la fiel Galilea,<br />

fueron las predilectas de su corazón.<br />

Las costas de Fenicia, Tiro, Sidon y otras infinitas ciudades,<br />

presenciaron con asombro los milagros del Divino Maestro y oyeron<br />

la santa doctrina del Mesías anunciado por los Profetas.<br />

— Corramos, — se decian los leprosos, — pues con sólo que su divina<br />

mirada nos bañe con su luz, quedaremos limpios.<br />

Y^ corrían, y le encontraban, y su fe les dejaba limpios.<br />

— Ved, por allá pasa, — decian los tullidos. — Si logramos alcanzarle,<br />

si nuestras impuras bocas tienen la dicha de besar el extremo<br />

de su santo túnico, nuestros miembros volverán á adquirir la perdida<br />

fuerza,<br />

Y sufriendo mil fatigas, arrastrándose por el suelo, llegaban<br />

adonde estaba el pastor de las almas, y le decian :<br />

— ¡Jesús!... ¡Maestro!... Tú que eres el Mesías, sana nuestros<br />

cuerpos.<br />

Y la fe les devolvía la salud.<br />

— Avisadnos cuando esté cerca, — decían los ciegos á los que les

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