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CAPITULO VIII.<br />

ÜN CABALLERO QUE ROBA EN DESPOBLADO.<br />

Dejemos á los muertos y sigamos á Enoe, que hace tres horas caminaba<br />

sin saber adonde.<br />

Si la vista y el paso del dromedario no fueran, la una más perspicaz<br />

y el otro más seguro que el del hombre, indispensablemente el<br />

modesto y forzudo herbívoro que conducía á la egipcia hubiera<br />

caido en alguno de los profundos precipicios que rodeaban el camino<br />

que tan á su voluntad seguía; pero esto acontece pocas veces.<br />

Un árabe duerme sobre el encastillado lomo de su camello con la<br />

misma tranquilidad que á la sombra de una palmera ó bajo el pabellón<br />

de su tienda,<br />

Enoe, abismada en sus reflexiones, en sus recuerdos, dejaba al<br />

prudente animal caminar á su antojo, porque le era indiferente<br />

cualquier punto de la tierra.<br />

Caminaba pues al azar, sin pensar en lo que haría mañana; en su<br />

imaginación sólo existia el ayi'r, es decir, Antipatro ) su amor.<br />

Joven y enamorada, sola en el mundo, habia cometido un crimen<br />

por vengar á su amante.<br />

Su imaginación entusiasta, ardiente, creia un deber lo que acababa<br />

de ejecutar.<br />

No matar á Cingo hubiera sido para ella una cobardía; más que<br />

una cobardía, una ingratitud; más que una ingratitud, una falta<br />

de amor.<br />

Estaba, pues, tranquila; no tenia remordimiento; no le amedrentaba<br />

lo v^ue [udiera sobrevenirle, porque, como hemos dicho, no<br />

pensaba en lo porvenir.

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