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CAPÍTULO IIL<br />

LA SAMARITANA*<br />

Algunos días después, la mujer de Sichem á quien habia hablado<br />

Jesús en el pozo de Jacob, estaba sentada en su casa y<br />

lloraba.<br />

La voz poderosa, triste, severa y á la par consoladora que le habia<br />

dicho : « ¡ Oh! ¡ Si tú conocieras el don de Dios!,,. » aquella voz<br />

resonaba sin cesar en sus oidos, y retraía su corazón de sus largos<br />

extravíos.<br />

Sueños de inocencia desvanecida, secretos arrepentimientos no<br />

confesados aún de ella misma, turbaban su espíritu.<br />

Repasaba en su imaginación sus dias, que se habian deslizado<br />

entre la febril embriaguez de las pasiones, y el rubor coloreaba por<br />

un momento su faz, que pronto palidecía de nuevo con la amargura<br />

de sus recuerdos.<br />

Su intranquila alma, por tanto tiempo llena de sentimientos tumultuosos,<br />

volvíase á pesar su\o hacia lo que tanto amaba, porque<br />

la gracia le habia sorprendido en medio de una afección más profunda<br />

y más ardiente que cuantas hasta entonces le habian agitado,<br />

y su corazón palpitaba todavía bajo el peso de los nuevos<br />

1. La bellísima leyenda de La mujer de Sieltem, que insertamos, es debida á la<br />

pluma de la poetisa Ana María, liernísima autora de un libro que con el Ululo de<br />

Las Hermanas de los Angeles, salió á luz en Paris el año de 1842. Teníamos escrito<br />

un episodio de la Samaritana; pero damos la preferencia al opúsculo de Ana<br />

María, por su forma sencilla, su sabor local, y el fondo de sentimiento religioso<br />

que respira, persuadidos de que nuestros lectores ganan notablemente en el<br />

cambio. Las innovaciones que hemos hecho son insignificantes.<br />

I

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