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CAPITULO IIL<br />

EL TEMPLO DE SION.<br />

En tanto que el Eterno concedía una morada fija á los judíos para<br />

elevar un templo estable, las doce tribus de Israel se sirvieron de<br />

uno portátil durante sus largos años de errante peregrinación.<br />

El pueblo israelita no reconocía entonces más rey que á Dios.<br />

Moisés era la providencia que les dirigía, trasmitiéndoles las órdenes<br />

de Jehová.<br />

Por eso alzaban en medio de su campamento el Santo Tabernáculo,<br />

como si fuese la tienda de su rey.<br />

En torno de aquel templo, improvisado con lienzos, pieles y<br />

ligeras tablas, se colocaban los reales de los levitas, y á sus cuatro<br />

extremos, las valientes tribus de Judá, Rubén, Efraim y Dam plantaban<br />

sus banderas para proteger la casa de Dios.<br />

Las ocho tribus restantes dormían tranquilas bajo sus tiendas,<br />

viendo flotar los estandartes sobre sus cabezas.<br />

Aquellos lienzos que agitaba el aire del desierto llevaban esculpidas<br />

las insignias de las tribus. Judá ostentaba un león, símbolo de<br />

laíiereza; Rubén un hombre, como rey de los animales; Efraim<br />

un buey, imagen de la fuerza, y Dam un águila con una serpiente<br />

enroscada á sus piés, imagen de la astucia y la sabiduría.<br />

Cuando el sabio legislador mandaba levantar los reales, los levitas<br />

deshacían el templo con una rapidez prodigiosa, pues cada uno<br />

tenia á su cargo un lienzo ó una tabla de las que se formaban sus<br />

paredes.<br />

Llegó por fin el venturoso reinado de David.<br />

El joven monarca conoce que su pueblo necesita una ciudad fuerte

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