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DEL GÓLGOTA 379<br />

— I Te amo, te amo, Enoe mia!<br />

En este momento asomaron por el cuello de la calabaza tres ó<br />

cuatro cabecitas de víbora, agitando sus venenosas lenguas con una<br />

rapidez increíble.<br />

Antipatro se estremeció como si hubieran arrollado por su frente<br />

un cordón eléctrico; y sin embargo, sus labios trémulos seguían<br />

agitándose, sin notar que las víboras hundían en ellos una<br />

y otra y otra vez las ponzoñosas saetas de sus mortíferas lenguas.<br />

En cuanto al esclavo, estaba horrible en aquel momento. El más<br />

ligero descuido, la picadura más pequeña de aquellas víboras que él<br />

aplicaba á la boca del príncipe, esparcían una ponzoña mortal por<br />

la sangre, á la que seguía una muerte rápida y desesperada.<br />

Conoció que no podia gozarse más sin grave riesgo, porque las<br />

víboras, aunque ciegas, tienen un oido tan fino, una elasticidad tan<br />

prodigiosa, que matan con su.picadura á un caballo en lomas rápido<br />

de su carrera, colocándose por el eco de sus pisadas en el sitio<br />

por donde calculan que debe pasar. Sacó un pequeño punzan de<br />

acero, tocó con la puntado este las cabezas délos reptiles, los cuales<br />

inmediatamente se replegaron, ocultándose en el fondo de su jaula.<br />

Entonces cerró con el botón y se colgó la calabaza en la cintura,<br />

Pasaron algunos momentos sin que Antipatro despertara; pero en<br />

aquel corto espacio se agitó sobre su humilde lecho, demostrando<br />

su malestar.<br />

Su frente se fué tiñendo, primero de un color lívido, luego se ennegreció<br />

de un modo horrible, y por fin un color amarillento con<br />

manchas de escarlata fué pintando su rostro.<br />

Exhaló un suspiro doloroso y abrió los ojos.<br />

Vio á Cingo y quiso levantarse, mas no pudo moverse; hizo un<br />

segundo esfuerzo, y como el primero, fué en vano.<br />

— ¡ Por Júpiter ! — tartamudeó el príncipe. — Creo que aun est(jy<br />

dormido. Esclavo, honra tu mano estrechando la mía, v asúdame á<br />

ponerme en pié.<br />

Cingo no se movió ni extendió la mano que le pedia el hijo de su<br />

re\. Sabia que era inútil, porque la muerte se enseñoreaba dentro<br />

de aquel cuerpo.<br />

— ¡Qué! ¿ no me oyes ? — exclamó el príncipe con asumbro. —<br />

¿O es que tus oidos se han vuelto tan torpes como mis miembros':'

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