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CAPITULO IV.<br />

FUEGO ENTRE CENIZAS.<br />

Cingo habia terminado su misión en Israel al pié de la tumba de<br />

Heródes.<br />

Libre y rico, pensó en su patria.<br />

Su leal servilismo, su carácter enérgico y salvaje, el favor de que<br />

había disfrutado durante doce años al lado del idumeo, le habían<br />

creado enemigos en Judea.<br />

Archelao, el joven rey, le odiaba; así es que cuando le pidió permiso<br />

para abandonar la tierra de Jacob, encogiéndose de hombros,<br />

le contestó con desprecio :<br />

— Vete cuando té plazca; para nada te necesito.<br />

El negro se mordió los labios, dobló su cabeza y salió de la cámara<br />

real sin murmurar ni una sílaba, pero aquel desprecio le quemaba<br />

el corazón.<br />

Hubiera dado toda su fortuna por arrancar la lengua á aquel mancebo<br />

que le ofendía.<br />

Desde aquel dia pensó en su patria, en el ardiente sol de África,<br />

en las salvajes cacerías del desierto, en la tienda del árabe, en las<br />

tranquilas noches de Tchad y en la hermosa libertad de los hijos de<br />

la Libia.<br />

Resuelto á no servir de instrumento á ningún tirano, ansiando<br />

echarse en brazos de la voluptuosa pereza, tan encarnada en la<br />

sangre de los hijos de África, comenzó á hacer sus preparativos de<br />

viaje.<br />

Ocho diíft después todo estaba dispuesto.<br />

Dos fornidos dromedarios esperaban en una casa de los arrabales<br />

de Jericó el momento de la partida.

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