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CAPITULO IV.<br />

LOS BANDIDOS.<br />

Ni una sola nube manchaba el claro y hermoso horizonte de Palestina.<br />

El sol, desdóla mitad del cielo, bañaba con la radiante luz de sus<br />

rayos las escabrosas cordilleras y los fértiles llanos de Samaría.<br />

Y allá alo lejos, por la parte del Este, se extendía una nube<br />

cenicienta que, á semejanza de una larga culebra de gasa, hundía<br />

su enorme cabeza en las azuladas aguas del lago de Genesarelh,<br />

mientras que su enroscada cola iba á sepultarse entre las pesadas y<br />

malditas aguas del mar Muerto.<br />

Aquella cinta de encaje flotante, aquella manga de polvo que<br />

parecía brotar de la tierra, eran las nieblas del Jordán, que se elevaban<br />

al cielo en vaporosas y húmedas emanaciones.<br />

Dímas contempló en silencio el grandioso panorama que se extendía<br />

ante sus ojos.<br />

De vez en cuando sus miradas se fijaban en el tétrico y solitario<br />

castillo.<br />

Su cerrada puerta, sus desiertas almenas, sus desmoronados muros,<br />

le daban el aspecto de una de esas mansiones malditas, cuyas<br />

sangrientas tradiciones apartan con espanto de sus contornos á los<br />

medrosos habitantes de las aldeas, á los ingenuos y supersticiosos<br />

apacentadores de ganados.<br />

Dímas, firme en su propósito, después de asegurarse de que su<br />

puñal permanecía oculto en los pliegues de su túnica, desarrolló de<br />

su cintura una honda, formada con hojiís de palmera seca, colocó<br />

una piedra de tres pulgadas de diámeti(j en la cuna de la honda, y<br />

haciéndola girar como un molinete sobre su cabeza, envió el

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