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CAPITULO III.<br />

LAS MANZANAS Y EL NIÑO.<br />

Han trascurrido algunos meses desde los últimos acontecimientos<br />

que hemos narrado.<br />

La enfermedad de Heródes se agrava de, dia en dia.<br />

El ilustre enfermo apenas cuenta algunos intervalos de calma,<br />

durante los cuales se ocupa en formular su testamento y dar órdenes<br />

excéntricas, que tienen en alarma á su familia y á los pocos corte<br />

sanos que le rodean.<br />

Con asombro de los rabinos y altos dignatarios de Jerusalen y<br />

Jericó, el idumeo, cuyo origen plebeyo le atormenta, ha mandado<br />

quemar los libros hebreos en donde se consigna la cronología de los<br />

príncipes de Israel.<br />

— Por este medio, — dice, — la posteridad ignorará que mi raza<br />

no era tan ilustre como la de David.<br />

En el momento que volvemos á presentarlo en escena, se halla,<br />

como de costumbre, echado en la cama.<br />

Ptolomeo, sentado junto á una mesa, escribe en unos grandes<br />

trozos de papiro las órdenes que le dicta su señor.<br />

— Léeme el último testamento, —le dice con apagada voz.<br />

Ptolomeo leyó lo que sigue :<br />

— « Distribuyo mi reino, porque así es mi voluntad, de la ma-<br />

» ñera siguiente : Dejo por sucesor en el reino y corona de Jeru-<br />

» salen á mi hijo Antipas, »<br />

— ¡ No, no es eso ! — gritó el enfermo extendiendo la mano.<br />

— Señor, — se atrevió á decir el guardasellos, — hace tres dias<br />

tú mismo me dictaste lo que acabo de leer.

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