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EL MÁRTIR DEL GÓLGOTA 119<br />

acompañaban — para que caigamos de rodillas ante sus divinos<br />

piés, pues con sólo que sus dedos toquen nuestros ojos, volveremos<br />

á ver la luz querida del sol, el rostro amado de nuestros hi^os, que<br />

hace tanto tiempo no hemos visto.<br />

Y los ciegos se arrojaban á los piés de Jesús y le pedían con fe<br />

que disipara las tinieblas en que vivían envueltos,<br />

Y' Jesús, siempre compasivo, siempre amigo de los desheredados,<br />

colocaba el extremo de su dedo sobre los cerrados párpados, y los<br />

párpados se abrían, y la luz tornaba á las muertas pupilas.<br />

— / Señor, hijo de David, — le decia la Cananea una y otra y otra<br />

vez caminando siempre detras del Divino Maestro, — tened piedad de<br />

mi hija !<br />

Y Jesús, queriendo probar la fe de aquella pecadora descendiente<br />

de los idólatras griegos, se encerraba en un piadoso silencio<br />

y continuaba su camino sin desplegar los labios, sin volver la<br />

cabeza,<br />

Pero la Cananea, infatigable siempre, seguía en pos las huellas<br />

del Nazareno, repitiendo:<br />

— Señor, hijo de David, verdad es que mí raza pertenece á las<br />

naciones condenadas; verdad es que mis mayores son idólatras y<br />

desprecian al verdadero Dios, que es tu Padre; verdad es que la religión<br />

que profesamos es grosera é impía; pero Tú, Señor, mi Dios,<br />

tendrás piedad de esta pobre madre, porque tú eres un manantial<br />

de inagotable bondad, de mansedumbre; porque de tus santísimos<br />

labios brota eternamente la palabra perdón; porque los perrillos<br />

comen las migajas que caen de las mesas de sus amos. ¡ Salva á mi hija.<br />

Señor, pues Tú puedes!<br />

Jesús, compadecido de tanta constancia, de tanta fe, detuvo su<br />

paso, y abarcando con una mirada llena de dulzura á aquella humilde<br />

pecadora, la dijo estas palabras :<br />

— Mujer, grande es tu fe: hágase como deseas.<br />

Y la piadosa Cananea no dudó; y al llegar á su casa, su amala<br />

hija salia á recibirla, porque se hallaba curada de su mal.<br />

— ¡ Señor, sálvanos, que perecemos ! — le gritan más tarde sus<br />

discípulos, viéndole dulcemente dormido en una barca, mientras<br />

los vientos desencadenados silbaban y el mar embravecido amenazaba<br />

hundir la frágil embarcación en los altismos.

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