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CAPITULO IV.<br />

EL LIBRO DE JOB.<br />

Antipatro se incorporó sobre la paja, y como si hubiera despertado<br />

en aquel momento, dijo con naturalidad :<br />

— ¡ Ah! ¿Eres tú, Cingo? Me alegro de verte; esta soledad me<br />

cansa, ¡ Qué quieres ! Soy un hombre afeminado, á quien desde pequeño<br />

han acostumbrado á vivir con alguna comodidad, y en este<br />

calabozo no tengo muchas por cierto,<br />

— El hombre debe avezarse á todo, señor.<br />

— Sí es verdad; pero yo no puedo. Prefiero una puñalada en el<br />

corazón, como la que mi buen padre se ha dado hoy, á dormir en<br />

una cama dura y comer malos alimentos.<br />

— ¡ Ah! ¿Conque tú sabes,..?<br />

— A través de la puerta he oido que un soldado se lo contaba á<br />

otro.<br />

— ¿Y qué efecto te ha hecho la noticia?<br />

— El efecto del estímulo : mi padre ha hecho lo que yo baria si<br />

tuviera un puñal.<br />

— ¿Te matarías, señor?<br />

— ¿Y por qué no? La muerte es un instante; jamas la he temido:<br />

pero los sufrimientos físicos me horrorizan. Veo con disgusto<br />

que los dioses inmortales me vuelven la espalda, me abandonan.<br />

Yo no tengo el mal gusto de creer en el Dios invisible de los rabinos<br />

de la ciudad santa; el libro de Job me daba un sueño horroroso<br />

cuando mi madre me lo leia siendo niño, para inclinarme<br />

á la paciencia. Calcula, pues, querido Cingo, el aburrimiento de este<br />

desgraciado príncipe, que de las veinticuatro horas del dia, pasa<br />

veintitrés solo entre estas cuatro paredes.

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