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CAPITULO XII.<br />

LA DESPEDIDA.<br />

Tres años próximamente bacía que Jesús había abandonado el<br />

solitario peñasco de Nazaret para esparcir por la tierra de Israel la<br />

fructífera semilla de su divina palabra.<br />

María se hallaba separada de su Hijo.<br />

Tierna, amorosa madre que lloraba en silencio la triste soledad de<br />

su corazón.<br />

En su dolor, Dios la habia concedido tres amigas que no la abandonaron<br />

nunca.<br />

Llamábanse estas María Cleofé, madre de Joaquín y de Simón;<br />

María Salomé, madre de los hijos del Zebedeo, y Susana, la esposa<br />

del mayordomo del tretrarca de Galilea,<br />

Muchas veces, la afligida madre del Redentor del mundo solía<br />

decir á sus solícitas amigas :<br />

— Corramos, hermanas; mi Hijo se halla en Galilea. Corramos<br />

á oír, confundidas entre la absorta muchedumbre sus divinas<br />

palabras.<br />

Y entonces aquella madre elegida por Dios para llevar en sus<br />

entrañas el fruto bendito de la redención, velado el rostro bajo el<br />

tupido velo de las hijas de Israel, y el cuerpo oculto detras de la<br />

gente que rodeaba á su Hijo, escuchaba embelesada al que más<br />

tarde debia morir en el Calvario, traspasándola el corazón de<br />

amargura.<br />

La Virgen era socorrida en su orfandad, desde la muerte de su<br />

esposo, por la mano caritativa de alguna rica galilea.<br />

<strong>Mi</strong>entras tanto, la hora señalada por Dios se aproximaba.

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