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276 EL MÁRTIR<br />

burlaron sus carnívoras esperanzas, dando un sepulcro ignorado y<br />

humilde á aquellos dos príncipes infortunados.<br />

Heródes llegó á su ciudad favorita. Durante el camino, Antonino<br />

y su centuria, aterrados con la cruel venganza de aquel padre barbaro,<br />

siguieron tristes y cejijuntos la litera de su nuevo señor,<br />

como si fuera el cadáver de un general, muerto en el campo de<br />

batalla.<br />

Su consigna era obedecer á Heródes. Aquellos soldados rudos y<br />

curtidos en la guerra obedecían sin replicar, pero con repugnancia.<br />

Cuando el idumeo llegó á Jericó, mandó sin perder un momento<br />

á Verutidio con su legión sobre Jerusalen, la ciudad santa.<br />

El general romano debia apoderarse de Antipatro y trasladarle á<br />

Jericó cargado de cadenas; pero el príncipe rebelde, sabedor de<br />

que su padre habia frustrado sus planes, antes de que los soldadoíi<br />

romanos llegaran á las murallas de Jerusalen, creyéndose perdí lo,<br />

salió disfrazado de la ciudad durante la noche, y gracias á la velocidad<br />

de su caballo, logró salvarse por entonces del peligro que le<br />

amenazaba.<br />

Algunos cómplices de Antipatro fueron conducidos á los calabozos<br />

de la torre Antonia, cargados de cadenas.<br />

Cuando el feroz Heródes supo que su hijo se habia escapado, tuvo<br />

un acceso de cólera terrible.<br />

Aquel monstruo, olvidándose de la dignidad de un rey, se rasgó<br />

los vestidos, y atacado de los terribles dolores de estómago que padecía,<br />

se revolcó por el suelo, arrojando espumarajos y blasfemias<br />

por su inmunda boca.<br />

Más que un monarca, parecía un perro rabioso; más que un hombre,<br />

se asemejaba á una bestia inmunda devorada por las mordeduras<br />

de los insectos venenosos.<br />

Cuando el Escaloníta era presa de esos accesos de furor, sólo<br />

dos personas se atrevían á dirigirle la palabra: su nieto Achiab y<br />

su esclavo Cingo; porque era peligroso hablarle en aquellos momentos.<br />

— ¡ Achiab ' j Achiab ! —gritó el feroz idumeo clavando sus espantados<br />

y xi'lriosos ojos en el niño, que temblaba de miedo á su<br />

lado. — Si aigun diallegas á colocar una corona sobre tus sienes,

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