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CAPÍTULO VIIL<br />

TRES DIAS DESPUÉS.<br />

Cuatro soldados de la Sinagoga apoyados en sus lanzas custodiaban<br />

el sepulcro de piedra que encerraba el divino cuerpo del<br />

Salvador.<br />

Aquellos mercenarios de Roma, prestados por Pilato á los<br />

sacerdotes israelitas, se reian grandemente del temor de los fariseos.<br />

Formando un grupo, como á doce pasos del sepulcro, se hallaban<br />

ocho hombres más.<br />

El dia no estaba lejos.<br />

El rojizo resplandor de dos teas alumbraba la enorme piedra del<br />

sepulcro.<br />

— ¿ Para esto hemos venido nosotros ? — decia uno de los soldados<br />

dirigiendo la palabra á sus compañeros.<br />

— Sólo los judíos son capaces de colocar centinelas alrededor de<br />

un cadáver,— ¡ Fanáticos ! repuso otro,<br />

— Afortunadamente, —dijo el primero, — el plazo de esta guardia<br />

enojosa se terminará muy en breve,<br />

— Sí, pronto se cumplirán los tres diasque tanto temor insjdraron<br />

á los doctores.<br />

— En cuanto el sol asome, que no está lejos,<br />

— ¿ Sabéis — dijo uno que hasta entonces no había desplegado<br />

los labios, — que seria una cosa sorprendente que se cumplieran<br />

los miedos de esos viejos rabinos?<br />

— ¡ Ya lo creo! ¡ Ver volar á un hombre por los aires !<br />

Los soldados prorumpieron en una carcajada; pero al mismo<br />

tiempo se oyó un gemido doloroso en el centro de la tierra.

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