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CAPÍTULO VI.<br />

PROFECÍAS.<br />

Aquella misma tarde, Jesús, sentado sobre una roca en el monte<br />

del Olivar, dirigía una mirada dolorosa á Jerusalen.<br />

Los Apóstoles, sentados también alrededor de su joven Maestro,<br />

comentaban en voz baja las divinas parábolas del futuro Mártir<br />

Nadie se atrevía á interrumpir aquella dolorosa meditación.<br />

El lejano clamoreo de la ciudad llegaba hasta ellos en alas del<br />

viento de la tarde.<br />

El ambiente perfumado oreaba sus frentes, tras de las que se encerraba<br />

una idea regeneradora que debia conducirles al martirio,<br />

salvando á la sociedad.<br />

Nunca el perfume de los campos ha sido más embriagador.<br />

Jamas el astro del dia se ha inclinado hacia Occidente con tanta<br />

hermosura.<br />

Caprichosos celajes, extendiendo hacia la ciudad santa su vaporosa<br />

trasparencia, le rodeaban.<br />

Los rayos purísimos del sol caian como un mar de oro sobre los<br />

altos muros y las doradas puertas del templo de Sion.<br />

Dos lágrimas, que brillaban como dos perlas de Basora heridas<br />

por los rayos de la luna, se desprendían de los divinos ojos del Nazareno.<br />

Juan, el discípulo más joven, el más querido de Jesús, embebecido<br />

en el grandioso panorama que se extendia ante su vista, extendió<br />

el brazo hacía Jerusalen y dijo :<br />

— Maestro, todas esas blancas tiendas levantadas por los fieles<br />

de Israel, toda esa alegre muchedumbre que entra y sale en la ciudad,<br />

me hacen el efecto de una inmensa manada de ovejas que acude

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