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CAPÍTULO VL<br />

LOS FUNERALES DE AUGUSTO.<br />

Dos emperadores ha inmortalizado el Mártir del Gólgota: con su<br />

nacimiento, á Octaviano Augusto; con su muerte, á Tiberio Claudio<br />

Nerón.<br />

Siendo estos dos personajes de alguna importancia en la narración<br />

de este libro, el lector nos permitirá que abandonemos las<br />

pacíficas ) sombrías riberas del Jordán y nos traslademos por algunos<br />

momentos á Roma.<br />

La escena que \amos á bosquejar ocurría en el monte Celio, en<br />

el palacio de Augusto, tres años después de que Jesús sorjirendiera<br />

con sus preguntas á los doctores de Jerusalen.<br />

Octaviano Augusto se hallaba gravemente enfermo.<br />

Echado sobre los mullidos almohadones de su lecho de púrpura,<br />

demacrado como un cadáver que se dispone á emprender el camino<br />

del sepulcro, el César se ocLij)aha en arreglar sus asuntos, y escribia<br />

sus últimas disposiciones con mano trémula \ cansada.<br />

Los médicos no encontraban enfermedad que combatir.<br />

La ciencia veia la muerte en la dolorosa melancolía, en la grave<br />

expresión, en el demacrado semblante del emperador; pero no<br />

pudiendo combatirla, se apartalja de aquel lecho confusa y humillada,<br />

confesando su impotencia.<br />

El mal de Augusto estaba en el espíritu.<br />

Debilitado por su avanzada edad, recibió el golpe mortal que le<br />

condujo en breve al sepulcro, cuando supo la catástrofe irreparable<br />

de \ aro y sus legiones.<br />

Augusto, como todos los conquistadores de la tierra, soñaba

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