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CAPITULO VII.<br />

LOS MUERTOS HABLAN.<br />

Samuel Beli-Beth, después de apostrofar á Jesús en la agonía,<br />

descendió del Gólgota y comenzó á caminar sin saber adonde, y<br />

como empujado por la aterradora voz de su conciencia.<br />

La oscuridad era completa; el temor de los habitantes de Jerusclei<br />

tan grande, que la gente se atropellaba por las calles.<br />

Samuel parecia insensible al espanto general; se^iuia su camino<br />

con la frente inclinada sobre el pecho, y como si la maldición de<br />

Dios pesara sobre su cabeza.<br />

Sin repararlo siquiera, cruzó una gran parte de la ciudad de Beceta,<br />

\ bordeando las faldas del monte Moria se halló en la puerta<br />

de las Aguas.<br />

Detúvose fatigado sobre el valle de los Cadáveres^, que conduce al<br />

sepulcro de Absalon.<br />

Allí se limpió el sudor que inundaba su frente, y alzando la cabeza<br />

como para mirar el sitio en que se hallaba, retrocedió dos<br />

pasos aterrado.<br />

Pasóse las manos por los ojos, creyendo que lo que Vvia era un<br />

sueño; pero convencido de la realidad, le flaquearon lus|áeriiab \ sc<br />

\io j)reclsado á apoyarse en una piedra para no caer.<br />

Los Profetas se hallaban sentados sobre sus sepulcros, con ios<br />

descarnados brazos en dirección al Gólgota.<br />

Aquellos esqueletos, envueltos en sus blancos sudarios, (pie se<br />

levantaban desús tumbas para llorar la muerte de Dios, aterraron<br />

á Samuel, que les miraba con espantados ojos.<br />

El trueno, mientras tanto, rugía sobre su cabeza; la tierra tem­<br />

blaba bajo sus pies.

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