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368 EL MÁRTIR DEL GÓLGOTA<br />

El rabino se quedó pálido como un moribundo.<br />

Heródes, con los ojos fijos en el aturdido anciano, se reía de una<br />

manera cruel. Salomé, Alejo y Achiab no se atrevían á respirar,<br />

conociendo que el pobre lector iba á recibir de los labios del rey<br />

una sentencia de muerte.<br />

De repente se reanimó la fisonomía del rabino, y arrodillándose<br />

junto á la cama de Heródes, dijo con voz serena y clara :<br />

— Muy pocos,' señor, porque te he ofendido, según parece, y mi<br />

vida está pendiente de tus labios; mí estrella puede eclipsarse<br />

cuando á tu real voluntad se le antoje.<br />

Heródes humanizó la dura expresión de su semblante, y dejándose<br />

caer sobre los almohadones, dijo con tono despreciativo :<br />

— ¡Vete! Yo te perdono; pero llévate ese libro, que de nada ha<br />

servido á mis males.<br />

El rabino no se hizo repetir la orden y salió.<br />

Salomé y Alejo se acercaron al enfermo; pero él les dijo, ocultando<br />

la cabeza bajo la colcha :<br />

— Idos todos; quiero estar sólo con mis dolores; para nada os<br />

necesito; de nada me servís. Idos, pues : yo lo mando.<br />

To -OS salieron. Heródes se quedó solo.<br />

Cingo, que oculto detras de la cortina, lo habia oído todo, dudó<br />

un momento, y luego se decidió á entrar en la cámara, desobedeciendo<br />

la orden de su señor.<br />

Llegó hasta el lecho sin meter ruido, y estuvo contemplando algunos<br />

segundos, sin respirar, al ilustre enfermo.<br />

Por las toscas mejillas d( 1 esclavo rodaron dos lágrimas.<br />

Porque aquel hombre feroz, aquel verdugo privado de Heródes,<br />

que á una seña de su rey mataba sin temblar, amaba á su señor<br />

como á un hijo querido, y hubiera dado hasta la última gota de su<br />

sangre por devolverle la salud.<br />

Después de una ligera pausa, Heródes abrió los ojos y vio á su<br />

lado á su esclavo favorito.<br />

En el rostro del enfermo brilló un rayo de alegría, y extendió una<br />

mano, que el esclavo cubrió de ruidosos besos.<br />

Una lágrima quedó en la mano del rey, y este le dijo :<br />

— ¿Lloras, Cingo?<br />

— Sí, por la primera vez de mi vida, porque tú te mueres señor.

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