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DEL GÓLGOTA 381<br />

Aquella noche Cingo entró, como siempre, en la habitación de su<br />

señor.<br />

El rey era casi un cadáver; pero al ver á su esclavo favorito, se<br />

incorporó sobre sus brazos y le dijo:<br />

— ¿ Y mi hijo?<br />

— Ya no existe, señor.<br />

— ¿Se han cumplido mis órdenes?<br />

— Exactamente.<br />

— Gracias, leal esclavo.<br />

Cingo saludó.<br />

— Toma; te esperaba, y por eso he mandado á Ptolomeo que me<br />

trajera esa cantidad de oro.<br />

Y Ileródes alargó á su esclavo un pesado saco repleto de menedas.<br />

— Si-ñor... — murmuró Cingo besando aquella mano que le enriquecía.<br />

— Ahora ya eres libre, — volvió á decir el rey.<br />

— Nunca, mientras tú vivas.<br />

Ileródes le indicó que pjlia retirarse, y el esclavo obedeció.<br />

El feroz ilumeo, al quedarse solo, lanzó una mirada de gozo ;í la<br />

corona que tenia en la mesa de su alcoba, y luego se quedó dormido<br />

con la sonrisa en los labios.<br />

Al siguiente dia, cuando sus cortesanos entraron á enterarse de<br />

su salud, les dijo con una calma inexplicable:<br />

— Esta noche he dormido muy bien; hacia mu'd:' tit^mpo que<br />

no habia disfrutado de un sueño tan dulce, tan tranquilo. Creo que<br />

estoy mejor.<br />

Afortunadamente, aquel padre feroz, aquel rey inhumano, se<br />

en-añaba: su reposo era el reposo de la muerte, la calma del sepulcro.

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