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CAPITULO VI.<br />

BAJO UNA TIENDA.<br />

Cuando el etíope entró en la tienda, la egipcia se hallaba sentada<br />

sobre una piel, en su postura habitual, es decir, la vista en el suelo<br />

y las manos cruzadas sobre las rodillas.<br />

Cingo la contempló unos instantes, y luego, haciendo un movimiento<br />

de hombros, como el hombre que se decide á revestirse de<br />

paciencia, sentóse también, aunque algo apartado de su compañera<br />

de viaje.<br />

La tormenta durará poco, — dijo casi hablando consigo mismo<br />

y dando golpecitos con las yemas de los dedos sobre la piel que les<br />

servia de alfombra, — pero hemos corrido mucho, y un descanso<br />

no les vendrá mal á nuestras cabalgaduras. Si tú estás cansada,<br />

pasaremos parte de la noche en esta tienda.<br />

— A mí, sólo me toca obedecer, — respondió Enoe.<br />

— Eres muy cruel.<br />

— ¿ La condescendencia es crueldad en tu tierra, africano?<br />

— No ; pero la indiferencia despedaza los corazones ardientes y<br />

apasionados como el que siento latir en mí pecho.<br />

— ¿Y qué mé importa á mí que tu corazón se despedace, cuando<br />

el mío está hecho cenizas desde el instante en que bajó mi dueño al<br />

sepulcro?<br />

Cingo abrió los ojos desmesuradamente, se puso en pié, y cruzando<br />

los brazos sobre su agitado pecho, exclamó con ira reconcentrada<br />

:<br />

— ¿ Sabes que tus palabras pueden convertir á la mansa oveja en<br />

lobo feroz?<br />

— ¿Es eso una amenaza?

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