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CAPITULO IIL<br />

EN EL QUE APARECE EN ESCENA UN REO DE MUERTE.<br />

Pasó una hora, y dos, y tres.<br />

La noche era muy entrada, y todos dormían el sueño de los justos<br />

en la santa cabana.<br />

Entonces sucedió una cosa sobrenatural, milagrosa.<br />

Una nube blanca y brillante como la espuma de los mares descendió<br />

de los cielos y fué á posarse sobre las apiñadas ramas del<br />

sicómoro que prestaba su sombra á la cabana durante las calurosas<br />

siestas del estío.<br />

Aquella nube resplandecía como el golfo de Ñapóles bañado por<br />

los rayos de la luna de enero.<br />

Sus vaporosos y trasparentes encajes se quebraron, y un mancebo,<br />

rubio como las espigas que fecundiza el rio santo, salió de<br />

entre las nubes.<br />

Blanca era su vestidura, como las de las vírgenes de Sion ; una<br />

estrella de luz vivificadora brillaba en mitad de su frente, v una<br />

chispa de luz divina resbalaba de sus azules ojos.<br />

La celeste visión llegó con paso mesurado á la cabana, v se<br />

detuvo.<br />

Había dejado en pos de sí una estela brillante y luminosa, como<br />

la quilla de una nave sobre la superficie de un mar tranquilo.<br />

— Yo soy Gabriel, el emisario predilecto del Señor, — dijo el<br />

ángel con celestial acento, que llego á tu puerta ¡oh José! para decirte<br />

: « f^evántate, José, y toma al Niño y á su madre, y vete á tierra<br />

de Israel, porque muertos son los que querían matar al Niño. »<br />

Gabriel cesó de hablar, inclinó la hermosa cabeza sobre su pecho,<br />

y permaneció en esta santa actitud algunos minutos.

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