libro voces de la otredad

Las voces de la Otredad
E. EL ENIGMA DE LA LIBERTAD
¿Quién no ha hablado de ella? Poetas y pensadores han tratado de aprisionarla
entre versos y filosofemas. Muchos la invocan entre monólogos y balbuceos,
conjuros y rezongueos; otros más la han objetivado intentando descubrir su
inescrutable sentido; unos la definen y otros la describen, algunos la alaban
y otros tantos la maldicen… Y, sin embargo, incólume e indescifrable ha
permanecido a lo largo de los siglos. Los fríos códigos que auscultan el
cotidiano comportamiento de los individuos, han intentado normatizar sus
dimensiones fenoménicas… pero, ¡qué tan poco se sabe de ella!
Los griegos desde sus liceos, gimnasios, stoas y academias la entendieron
como el sometimiento actitudinal a los dictados de la razón esclavista de
la época. Presa de sus entinemas y psicologismos, ironías y mayéuticas, los
“amantes de la sabiduría” la encadenaron a verdades esotéricas, virtudes
ataráxicas, aporías absurdas y metafisiqueos de toda laya. Un día abandonó
los lares de la especulación filosófica para servir de estandarte a los ejércitos
macedónicos y de escudo al imperio romano para que, en su nombre, se
avasallaran los pueblos de la antigüedad.
La libertad abandonó el verdor hedónico de los olivos y las aceitunas
y el dulce y ebrio olor moralista de los viñedos imperiales, para sumirse
en el sopor sacrosanto de la Europa medieval donde quedó expósita en el
Índex eclesiástico y en las intrigas religiosas y palaciegas; bajó encadenada
a las mazmorras; convivió en el corazón del siervo de la gleba; se refugió
en los gremios y las guildas de los burgos; fue quemada como hereje en
las hogueras inquisitoriales; desgranada en las falaces camándulas de los
curas misioneros y aupada en los ostentosos escudos heráldicos de rudos y
procaces conquistadores y encomenderos.
El concepto griego de libertad al igual que los mantras nirvánicos orientales,
fueron proscritos y ahogados en las pilas bautismales; los incensarios tomistas
la asfixiaron al interior de los claustros escolásticos y, entre ascesis y aleluyas,
la sometieron a la sacrosanta voluntad de la Iglesia. ¡Con qué humildad
o prepotencia la reverenciaban o la estigmatizaban en aquel entonces!
Católicos, luteranos o calvinistas desde sus tribunales fundamentalistas la
explicaban como ese sentimiento inherente a las propias acciones (libre
albedrío) y codependiente de los asuntos eclesiales y doctrineros.
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