libro voces de la otredad

Las voces de la Otredad
y el divorcio; un contrato anual renovable firmado entre amantes; el
reconocimiento paterno de los niños nacidos fuera de matrimonio; creación
de un sistema para la protección de la infancia y la indigencia.
“¿No se ha violado el principio de la igualdad de derechos al privar, con
tanta irreflexión, a la mitad del género humano del derecho de concurrir
a la formación de las leyes, es decir, excluyendo a las mujeres del derecho
de ciudadanía? ¿Puede existir una prueba más evidente del poder que crea
el hábito, incluso cerca de los hombres eruditos, que el de ver invocar el
principio de la igualdad de derechos (...) y de olvidarlo con respecto a doce
millones de mujeres?”, preguntaba con su recio carácter en las concurridas y
revoltosas asambleas parisinas.
“¿Desde cuándo le está permitido a las mujeres abjurar de su sexo y convertirse
en hombres? ¿Desde cuándo es decente verlas abandonar los cuidados
devotos de su familia, la cuna de sus hijos, para venir a la plaza pública a
realizar deberes que la naturaleza ha impuesto a los hombres solamente?
preguntaban con aparente asombro los varones “revolucionarios” radicales
y/o moderados.
“Preferimos al volver de nuestro trabajo, encontrar la casa en orden y no
verlas llegar de una asamblea en la que no siempre su espíritu gana en
dulzura”. Frente a semejantes afrentas, Olympia replicaba con vehemencia:
“¡Oh mujeres! Mujeres, ¿cuándo dejaréis de estar ciegas? ¿Qué ventajas
habéis recibido de la revolución? Un desprecio más acusado, un desdén
más pronunciado. En los siglos de corrupción, sólo habéis reinado sobre la
debilidad de los hombres. Vuestro imperio está destruido. ¿Qué os queda
pues? La convicción de sus injusticias y la reclamación de vuestro patrimonio,
fundado en los sabios decretos de la naturaleza”.
No hubo un antes o un después frente al tema de género en la Francia
revolucionaria, convertida falazmente en fuente vertedora y paradigmática
de una liberal concepción sobre los derechos civiles. La misoginia con todos
sus prejuicios y atavismos, atravesó la larga noche feudal, se embelesó con
los luceros androcéntricos renacentistas y se obnubiló, más tarde, con las
luces del amanecer de aquel siglo decimonónico que, al tratar vanamente
de inventariarlo todo con su objetivismo inocuo y desteñido y sus premisas
clasistas y excluyentes, legitimó aún más la inequidad, la injusticia y la
opresión.
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