libro voces de la otredad

Las voces de la Otredad
Uno de los libros que evidenció el síndrome universalista de la
irrefrenable majadería y marcó con su hierro iconoclasta nuestra rebeldía
juvenil, fue la “Historia de la estupidez humana”, del novelista anglo-húngaro
Paul Tabori. “Este libro trata de la estupidez llámese tontería, imbecilidad,
torpeza, vacuidad, estrechez de miras, fatuidad, idiotez, locura o desvarío”,
comentaba su autor quien sostenía además, que la necedad, algo inherente a
la condición humana consistía en el mal uso de nuestra racionalidad. En un
mundo que se jacta de su impreciso perfeccionismo, se convierte en un arma
letal, una devastadora epidemia, el más costoso lujo, una dolencia que no
afecta a su agente transmisor.
El término Kitsch nació en Alemania a mitad del siglo XIX y designa
la actitud cursi y “aparentona” de quien desea ser aceptado a cualquier
precio y por el mayor número de personas; una visión “enternecedora” sobre
habitudes e inclinaciones condensadas en un código moral consuetudinario
colmado de prejuiciosos gregarismos y fruslerías que se llevan consigo.
“Estar al día”, significa para muchos hacer grandes esfuerzos para no pasar
inadvertidos. Mantenerse “informados” (adictos al dato), los convierte en
ego-consumidores conformistas, conmilitones del terrorismo de la armonía,
seres medrando adiposos y satisfechos en el mundo almibarado de la
mismidad.
Lo kitsch es la traducción de la vacuidad de los lugares comunes al
lenguaje de la belleza y la emoción, ese que a veces nos arranca tiernas y
compasivas lágrimas sobre nuestras banalidades prejuiciosas y sensibleras. La
mejor descripción de esa grey de “agelastas” como los llamó Milán kundera,
la encontramos en la estrofa de un poema de León de Greiff (“Primera
balada del abominario”, 1917): “Lindos bausanes estridentes / pletóricos de
vulgaridad; / arlequinescos figurines / prodigiosos de vaciedad; / esclavos
de un molde preciso / magníficos, únicos sin par / como hidrocéfalo Narciso
/ de su misma insustancialidad”.
Debemos ser tolerantes con la estupidez cuando ésta no produce daño o dolor… pero
muy intolerantes con aquellos que se sienten orgullosos de ella y del sufrimiento que
infligen.
La violencia y todo lo que ella engendra: dolor y desolación, se evidencia a través del
autoritarismo y la esterilidad de la certeza, quedando proscrita la liberalidad de la
duda y la fecundidad de la incertidumbre.
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