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Sexual Personae - Camille Paglia

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en el rostro y en la pose. Su contorno apolíneo preserva la identidad y aleja la

naturaleza.

Eurípides, el sutil cronista del declive griego, muestra aquel telúrico río

homérico nuevamente desbordado. Al igual que las Bacantes, Medea emplea

una leyenda de la tradición griega para simbolizar la caída de la Atenas

apolínea. Un año después de su composición, la ciudad fue asolada por la

plaga que sacó a la luz pública, la fealdad, la vulgaridad y la pasividad del

cuerpo humano. Así se ponía fin, en mi opinión, a las idealizaciones apolíneas

de Atenas. La belleza efébica masculina tenía un talón de Aquiles, la parte por

donde nos sujeta la madre naturaleza. En Medea hay un pasaje que es una

descripción profética de la profanación de la forma humana por unas fuerzas

que la cultura griega había reprimido. La extranjera Medea, desdeñada por

Jasón, envía un traje nupcial envenenado a la prometida de aquél, la hija del

rey de Corinto. La muerte de la princesa y del rey constituye una de las

escenas más aterradoras de la literatura. Un mensajero describe a la muchacha

recibiendo y poniéndose el lujoso vestido y la diadema. Satisfecha de su

aspecto, se acicala los cabellos frente al espejo; recorre sus aposentos,

mirándose de arriba abajo. De pronto, empieza a temblar y se tambalea:

… pues un doble sufrimiento la asediaba. La áurea diadema colocada en torno a su cabeza

lanzaba una asombrosa fuente de fuego devorador, y el fino velo, regalo de sus hijos,

desgarraba la delicada carne de la infeliz.

Intenta huir levantándose abrasada desde el trono, agitando sus cabellos y cabeza en uno y

otro sentido, pues deseaba arrojar la corona, pero la ligazón del oro estaba bien engarzada, y

el fuego, en cuanto ella agitaba la cabeza, dos veces más refulgía. Cae en el suelo derrotada

por su desgracia, totalmente imposible de reconocer salvo por su padre. Pues no se distinguía

ni la situación de sus ojos ni su hermoso rostro, sino que la sangre goteaba desde lo alto de la

cabeza mezclada con fuego, y las carnes, a modo de lágrima de pino, fluían de sus huesos con

los invisibles mordiscos del veneno: espantosa visión. Todos teníamos miedo de tocar el

cadáver, pues de maestro nos servía su infortunio.

El rey se acerca corriendo hasta ella. Gimiendo y lamentándose, se

abalanza sobre el cuerpo de su hija, abrazándola y besándola. Cuando intenta

levantarse:

… se veía ligado al velo, cual hiedra a ramas de laurel, y espantosa lucha acontecía, pues

deseaba él levantar su rodilla, pero su hija lo retenía. Y si recurría a la fuerza, desgarraba de

los huesos sus ancianas carnes. Al fin se agotó, y el desdichado entregó su vida, pues ya no

podía vencer su desgracia. Yacen cadáveres la hija y su anciano padre, cerca uno del otro,

desventura propicia a las lágrimas. [7]

Escuchamos el elocuente discurso del mensajero con una curiosa mezcla

de admiración y repulsión física. Es un aria demónica, un arrebato de

imaginación decadente. La princesa es sólo una cifra. No tiene nombre; no

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