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Sexual Personae - Camille Paglia

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Y por eso, a diferencia de Spenser, que era un obseso de la mirada, de la

descripción pictórica, Shakespeare se impacienta con los objects d’art. Esto

ya está claro en Venus y Adonis, donde la diosa habla del hosco Adonis

refiriéndose a él como «una estampa sin vida, una piedra fría e insensible, / un

ídolo bien pintado, una imagen anodina y muerta, / una estatua que sólo

satisface al ojo» (211-13). En Shakespeare, siempre que se hace referencia a

una obra de arte para describir a un personaje —Viola penando, cual un

monumento a la Paciencia; Octavia como una estatua, más que como alguien

que respira; Hermione como una estatua dotada súbitamente de vida— suele

ser para mostrar los síntomas de algún tipo de deficiencia o fallo emocional,

de un insensible abandono del bien, generalmente por parte de unos hombres

de comportamiento reprobable. La fría objetualización es algo elevado en

Spenser, pero en Shakespeare es una obstrucción del libre fluir de la energía

psíquica. Puede que Lavinia, la violada que Shakespeare reesculpe, sea la

última muda spenseriana. Shakespeare rechaza el hieratismo de Spenser. El

estasis es un peligro en el escenario, pues ralentiza el empuje de la trama.

Todas las referencias a las artes visuales que aparecen en Shakespeare, por

mínimas que sean, son una deliberada desaprobación de Spenser. La estética

spenseriana es astutamente evocada en ciertos momentos, como en la

maravillosa descripción del rey asesinado en Macbeth: «… su piel plateada

bordada con oro de su sangre» (II, ii, 112). Shakespeare pone en boca de un

traidor las deslumbrantes imágenes bizantinas de Spenser. La esencia de

Shakespeare no es el objet d’art, sino la metáfora. Las metáforas son la clave

del personaje, el centro imaginativo de cada parlamento. Se derraman de

verso en verso, abundantes, floridas, ilógicas. Constituyen para Shakespeare

el vehículo onírico de la metamorfosis dionisíaca. Las abundantes metáforas

son los objetos de la gran cadena de la existencia medieval, súbitamente

liberados y dotados de un vitalista movimiento. Las metáforas de

Shakespeare, al igual que sus «personas del sexo», centellean en el torrente

arrollador que es el desarrollo y proceso de la acción. Nada en Shakespeare

permanece igual por mucho tiempo.

Spenser es un ilustrador; Shakespeare es un alquimista. En su forma de

tratar el sexo y la personalidad, Shakespeare es un mago de la forma y un

maestro de las transformaciones. Devuelve la personificación dramática a sus

orígenes rituales en el culto de Dioniso, donde las máscaras eran mágicas.

Shakespeare reconoce que la identidad occidental, en su larga trayectoria

pagana, es una suerte de personificación, de representación. Kenneth Burke

dice que el papel en el teatro es una «salvación por la vía del cambio o de la

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