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Sexual Personae - Camille Paglia

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nada escrito. Una persona real no podría permanecer en esta fase sin

deteriorarse o momificarse. El efebo es cruel en su indiferencia, su lejanía, su

serena contención. Raramente vemos esto mismo en una muchacha, pero

cuando sucede, como en las maravillosas fotos de la joven Virginia Woolf,

percibimos una especie de catatonia, de autismo. La belleza narcisista después

de la adolescencia (como en el caso de la Marnie de Hitchcock) puede

significar malicia y crueldad, una amoralidad psicótica. La belleza entraña

peligro.

El efebo lleva una espesa cabellera suelta o ensortijada cual flores de

jacinto; éste es el único detalle exuberante de esta imagen de la castidad. El

cabello largo en los hombres, a veces recogido alrededor de la cabeza, era en

Atenas un gusto aristocrático. El crespo cabello de Antínoo está cortado en

capas, como el de los sedosos príncipes de Van Dyck o el de las estrellas del

rock de los setenta. Su cuidado descuido llama la atención del espectador. Es

una especie de nimbo, de halo precristiano, que centellea con rutilantes

partículas de estrellas. El efebo, resplandeciente de carisma, es la materia

transformada, penetrada por la luz apolínea. El materialismo visionario griego

convierte en duro cristal nuestra burda carne. Al efebo no le mueve poder o

afán alguno, ni tiene en su haber grandes o pequeñas hazañas; por eso no es

un héroe. Debido a su desapego emocional tampoco es una heroína. Ocupa un

espacio ideal entre lo masculino y lo femenino, entre el efecto y el afecto. Al

igual que los dioses olímpicos, es un objet d’art, que ejerce influencia sin

actuar y sin que se pueda actuar sobre él. Esos hermosos muchachos son el

producto de la suerte o del destino, son víctimas arrojadas por el universo

para nuestro deleite. Mi teoría es que son santos seculares. La luz los vuelve

incandescentes. La divinidad cae sobre ellos, ennobleciéndolos, al igual que el

águila que se abate sobre Ganímedes y se lo lleva raptado al Olimpo, y a

diferencia del montón de amantes femeninas de Zeus, Leda entre ellas, a

quienes el dios abandona sin darles mayor importancia, convirtiéndolas en los

diferentes tipos de madre procreadora.

En el Fedro, Platón resalta la ritualización del ojo en la Grecia

homosexual. Sócrates afirma que el hombre que contempla «un semblante de

forma divina», o una copia «que imita bien a la belleza», siente una mezcla de

admiración y temor que le produce escalofríos, «como un trastorno que le

provoca sudores y un inusitado ardor». «Lo venera al mirarlo como a un dios;

y si no tuviera miedo de parecer muy enloquecido, ofrecería a su amado

sacrificios como si fuera la imagen de un dios» [15] . La belleza es el primer

peldaño de una escalera que conduce hasta Dios. Escribiendo en el siglo IV

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