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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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Apenas había acabado <strong>de</strong> hablar cuando saltó un capillo con un<br />

conejo enredado en ella y don Segundo emitió un gruñido <strong>de</strong><br />

satisfacción.<br />

—Ya empezó la zarabanda —dijo.<br />

Agarró la red, sacó el conejo, lo cogió por las patas traseras con la<br />

mano izquierda y con el canto <strong>de</strong> la <strong>de</strong>recha le propinó un golpe seco<br />

en la nuca y lo arrojó al suelo agonizante. <strong>El</strong> ruido <strong>de</strong> carreras se<br />

acentuaba en el subsuelo.<br />

—Ojo. Hay conejos a carretadas —advirtió el señor Avelino.<br />

Los conejos en fuga, enredados en los capillos, empezaron a saltar<br />

por todas partes. Don Segundo y su hija <strong>de</strong>senredaban los animales<br />

<strong>de</strong> las mallas y volvían a cubrir las huras. <strong>El</strong> gana<strong>de</strong>ro se sentía un<br />

poco protagonista <strong>de</strong> la exhibición.<br />

—¿Eh? ¿Qué le parece el espectáculo?<br />

Pero Cipriano observaba ahora a Teodomira, su maña para<br />

sacrificar gazapos, el golpe letal en la nuca, la absoluta frialdad<br />

con que se producía.<br />

—¿No siente usted pena por ellos?<br />

Su mirada, tibia y compasiva, <strong>de</strong>svanecía cualquier sospecha <strong>de</strong><br />

crueldad:<br />

—Pena ¿por qué? Yo amo a los animales —sonreía.<br />

Cazaron seis bardos y, <strong>de</strong> regreso, recogieron los sacos con el botín:<br />

noventa y ocho conejos. Don Segundo exultaba:<br />

—Diez zamarros podría forrar vuesa merced <strong>de</strong> este envite.<br />

Treinta vellones no le harían mejor servicio.<br />

Luego, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> la merienda, cuando Salcedo mecía a “la Reina<br />

<strong>de</strong>l Páramo” en un columpio entre dos encinas, al costado <strong>de</strong> la<br />

casa, ella retozaba <strong>de</strong> risa y le rogaba que la impulsara más<br />

<strong>de</strong>spacio, que no soportaba el vértigo. Pero él la lanzaba con todo el<br />

vigor <strong>de</strong> sus pequeños brazos musculosos. Y, en uno <strong>de</strong> aquellos<br />

envites, su mano resbaló <strong>de</strong> la tabla don<strong>de</strong> ella se sentaba y rozó sus<br />

nalgas. Se sorprendió. No era el cuerpo fofo que hacían presumir su<br />

tamaño y pali<strong>de</strong>z, sino un cuerpo compacto que no cedió un ápice a

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