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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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Minervina, hacia su airosa figura, <strong>de</strong>cidida, la soga <strong>de</strong>l ronzal en su<br />

mano <strong>de</strong>recha, abriéndose paso entre la multitud. Se recreaba en su<br />

gentileza y, al contemplarla, sus ojos cegatosos se llenaban <strong>de</strong> agua.<br />

Sin duda era Minervina la única persona que le quiso en vida, la<br />

única que él había querido, cumpliendo el mandato divino <strong>de</strong> amaos<br />

los unos a los otros. Cerró los ojos acunado por el bamboleo <strong>de</strong>l<br />

borrico y evocó los momentos cruciales <strong>de</strong> su convivencia con ella: su<br />

calor ante la helada mirada <strong>de</strong>l padre, sus paseos por el Espolón, la<br />

galera <strong>de</strong> Santovenia, la ternura con que velaba sus sueños, su<br />

espontánea entrega a su regreso, en la casa <strong>de</strong> sus tíos.<br />

Al ser <strong>de</strong>spedida, Mina <strong>de</strong>sapareció <strong>de</strong> su vida, se esfumó. De nada<br />

valieron sus pesquisas para encontrarla. Y ahora, veinte años<br />

<strong>de</strong>spués, ella reaparecía misteriosamente para acompañarle en los<br />

últimos instantes como un ángel tutelar. ¿Sería Mina, en realidad,<br />

la única persona que había amado?<br />

Pensó en Ana Enríquez, un proyecto apenas esbozado; su tío Ignacio,<br />

esclavo <strong>de</strong> las convenciones; su gran fracaso con Teo, el ejército <strong>de</strong><br />

sombras que había cruzado por su vida y que fue <strong>de</strong>svaneciéndose<br />

conforme él creyó haber encontrado la fraternidad <strong>de</strong> la secta.<br />

Pero ¿qué había quedado <strong>de</strong> aquella soñada hermandad? ¿Existía<br />

realmente la fraternidad en algún lugar <strong>de</strong>l mundo? ¿Quién <strong>de</strong> entre<br />

tantos había seguido siendo su hermano en el momento <strong>de</strong> la<br />

tribulación? No, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego, el Doctor, ni Pedro Cazalla, ni Beatriz.<br />

¿Quién?<br />

¿Acaso don Carlos <strong>de</strong> Seso pese a sus contradicciones? ¿Por qué no<br />

Juan Sánchez, el más oscuro, humil<strong>de</strong> y <strong>de</strong>teriorado <strong>de</strong> los<br />

hermanos? La i<strong>de</strong>a <strong>de</strong>l perjurio y la fácil <strong>de</strong>lación continuaba<br />

atormentándole. Una vida sin calor la mía, se dijo. Por sorpren<strong>de</strong>nte<br />

que pudiera parecer, la mortecina actividad <strong>de</strong> su cerebro evitaba la<br />

i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> la muerte para <strong>de</strong>tenerse a reflexionar en el tremendo<br />

misterio <strong>de</strong> la limitación humana. Al aceptar el beneficio <strong>de</strong> Cristo<br />

no fue vanidoso ni soberbio, pero tampoco quería serlo a la hora <strong>de</strong><br />

perseverar. Debería perseverar o volver a la fe <strong>de</strong> sus mayores, una<br />

<strong>de</strong> dos, pero, en cualquier caso, en la certidumbre <strong>de</strong> hallarse en la<br />

verdad.<br />

Mas ¿dón<strong>de</strong> encontrar esa certidumbre? Mentalmente pedía a<br />

Nuestro Señor una pequeña ayuda: una palabra, un gesto, un<br />

a<strong>de</strong>mán. Pero Nuestro Señor permanecía en silencio y, al mostrarse<br />

mudo, estaba respetando su libertad. Pero ¿era la inteligencia <strong>de</strong>l<br />

hombre por sí sola suficiente para resolver el arduo problema? Él<br />

sintió el soplo divino leyendo “<strong>El</strong> beneficio <strong>de</strong> Cristo” pero, con el

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