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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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tono <strong>de</strong> forma que en el zaguán reinaba un murmullo uniforme, un<br />

ronroneo monótono, sin altibajos. Juan Sánchez, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> un rincón,<br />

miraba a Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, tanteando<br />

<strong>de</strong>sorientado, como un invi<strong>de</strong>nte.<br />

Se acercó a él solícito y le dijo si la oscuridad <strong>de</strong> la celda le había<br />

cegado. Cipriano restó importancia a su mal, eran los párpados —<br />

dijo—, se habían inflamado y tenía que mirar a través <strong>de</strong> un<br />

resquicio, en línea recta, ya que sólo veía en esa dirección. Se<br />

sonreían mutuamente y Cipriano advertía que el criado no había<br />

cambiado en el último año: su cabeza gran<strong>de</strong>, su tez <strong>de</strong> papel viejo,<br />

amarilla, arrugada, seguía siendo la misma. Juan Sánchez entró en<br />

prisión con cien años y salía con un siglo. Era la ventaja <strong>de</strong> los<br />

hombres magros, momificados, sin belleza.<br />

Apenas tenían <strong>de</strong> qué hablar, ninguno <strong>de</strong> los dos <strong>de</strong>seaba envenenar<br />

el ambiente ni sembrar la discordia. Entonces Juan Sánchez, en una<br />

<strong>de</strong> sus salidas intempestivas, señaló el sambenito <strong>de</strong> Cipriano con un<br />

<strong>de</strong>do, luego el suyo, y subrayó irónicamente que habían sido<br />

facturados al mismo infierno.<br />

Su risa, reprimida e inoportuna, aumentó la tensión. Buena parte <strong>de</strong><br />

los allí reunidos se habían <strong>de</strong>latado entre sí, habían perjurado,<br />

habían procurado salvarse a costa <strong>de</strong>l prójimo, y rehuían el<br />

contacto, las miradas, las explicaciones. Pedro Cazalla también le<br />

esquivó. Al ver a Cipriano buscó una zona oscura <strong>de</strong>l zaguán don<strong>de</strong><br />

po<strong>de</strong>r pasar inadvertido. La <strong>de</strong>claración <strong>de</strong> Pedro, como la <strong>de</strong> su<br />

hermana Beatriz, había sido <strong>de</strong>spiadada. Una <strong>de</strong>cena <strong>de</strong> reos habían<br />

sido <strong>de</strong>nunciados por ellos. No obstante, Pedro Cazalla vestía<br />

también el sambenito <strong>de</strong> llamas y diablos, distintivo <strong>de</strong> los<br />

con<strong>de</strong>nados a muerte.<br />

En el oscuro rincón, flanqueado por sus guardadores, estaba solo,<br />

cabizbajo, incómodo. Seguramente él y su hermano Agustín, cabezas<br />

<strong>de</strong> la secta, eran, en aquel infierno <strong>de</strong> prevenciones y sospechas, los<br />

más aborrecidos.<br />

Los ojos <strong>de</strong>sorbitados <strong>de</strong>l bachiller Herrezuelo saltaban <strong>de</strong> uno a otro<br />

con infinito <strong>de</strong>sprecio. No podía escupirles ni abofetearles pero su<br />

mirada enloquecida lo <strong>de</strong>cía todo. Llevaba las manos atadas a la<br />

espalda para evitar que se arrancara la mordaza pero, cada vez que<br />

los familiares le colocaban la coroza en la cabeza, él movía ésta<br />

violentamente <strong>de</strong> un lado a otro hasta hacerla caer. Uno <strong>de</strong> los<br />

familiares, más paciente e ingenioso, optó por improvisar un<br />

barbuquejo con una cinta para sujetarla bajo la barbilla, pero el<br />

bachiller se encolerizó, la emprendió a cabezazos contra el inventor

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