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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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cuando se apearon en la Plaza <strong>de</strong> San Juan y le enseñó la casa a la<br />

luz <strong>de</strong>l candil, la chica no cesaba <strong>de</strong> suspirar. No tenía miedo. Lo<br />

reconoció ante don Bernardo con toda firmeza y esto le alivió. Luego<br />

la sentó en el escañil y la ayudó a <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse <strong>de</strong>l zamarro que se<br />

había puesto para el viaje. Don Bernardo llevaba un rato<br />

esforzándose por excitarse, pues hasta el momento no había sentido<br />

por la chica otra cosa que compasión. Tan dócil, tan silenciosa, tan<br />

resignada, don Bernardo Salcedo se preguntaba qué es lo que sentía<br />

la Petra Gregorio en esos momentos, si tristeza, añoranza o<br />

<strong>de</strong>cepción.<br />

Su rostro no <strong>de</strong>mostraba emoción alguna y cuando don Bernardo le<br />

advirtió que la casa era <strong>de</strong> vecinos y tenía gente encima, abajo y a<br />

los lados, sonrió y levantó los hombros. Luego, don Bernardo hizo un<br />

torpe intento <strong>de</strong> abrazarla, pero la rigi<strong>de</strong>z <strong>de</strong> Petra y cierto olor a<br />

chotuno le echaron para atrás. Por asociación <strong>de</strong> i<strong>de</strong>as la llevó a la<br />

habitación don<strong>de</strong> estaba la bañera <strong>de</strong> latón y le explicó cómo se<br />

usaba. Convenía bañarse —le dijo— cuando menos una vez por<br />

semana; y todos los días, sin falta, los pies y el nalgatorio. La chica<br />

asentía sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> suspirar. Don Bernardo le enseñó la fresquera<br />

con comestibles y la <strong>de</strong>jó sola.<br />

A la tar<strong>de</strong> siguiente volvió a verla. Imaginaba que la Petra Gregorio<br />

se habría <strong>de</strong>sprendido <strong>de</strong> sus nostalgias, pero don Bernardo la<br />

encontró con la misma ropa <strong>de</strong> la víspera, sollozando inconsolable<br />

en un taburete <strong>de</strong> la cocina. No había comido. Los alimentos <strong>de</strong> la<br />

fresquera estaban intactos. Salcedo animó a la chica a salir a la<br />

calle pero ella se resumía en la toquilla como una viejecita:<br />

—Me recuerdo <strong>de</strong> mi pueblo, don Bernardo. No lo puedo remediar.<br />

Don Bernardo le habló seriamente, le dijo que así no podían<br />

continuar, que tenía que animarse, que el día que ella se animara<br />

pasarían buenos ratos juntos, pero, cuando volvió a verla al día<br />

siguiente, la encontró llorando mansamente en el mismo sitio don<strong>de</strong><br />

la <strong>de</strong>jó. Fue entonces cuando Bernardo Salcedo empezó a admitir<br />

que se había equivocado y era urgente enviar un correo a María <strong>de</strong><br />

las Casas para que la recogiese.<br />

A la tar<strong>de</strong> siguiente, sin embargo, encontró a la Petra cambiada.<br />

Había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> llorar y respondía a sus preguntas con prontitud.<br />

Había conocido a la vecina <strong>de</strong> enfrente, que era <strong>de</strong> Portillo, y estaba<br />

casada con el ayudante <strong>de</strong> un ebanista. Ambas habían recordado<br />

cosas <strong>de</strong> sus pueblos respectivos y la mañana se había ido en un<br />

santiamén. La Petra Gregorio se mostró incluso menos enteriza y<br />

arisca cuando don Bernardo trató <strong>de</strong> acariciarla. La animó, <strong>de</strong>

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