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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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momentos <strong>de</strong> auténtico éxtasis, seguidos <strong>de</strong> reacciones emocionales,<br />

un poco arbitrarias. Mas Cipriano le escuchaba embebido, lo que no<br />

impedía que a su vuelta a casa le invadiera una cierta <strong>de</strong>sazón.<br />

Analizaba su alma pero no hallaba la causa <strong>de</strong> su inquietud. En<br />

general, seguía las homilías <strong>de</strong> Cazalla, medidas <strong>de</strong> entonación,<br />

breves y bien construidas, con facilidad y, al concluir, le quedaba<br />

una i<strong>de</strong>a, sólo una pero muy clara, en la cabeza. No era, pues, la<br />

esencia <strong>de</strong> sus sermones la causa <strong>de</strong> su <strong>de</strong>sasosiego. Ésta no estaba<br />

en lo que <strong>de</strong>cía, sino tal vez en lo que callaba o en lo que sugería en<br />

sus frases accesorias más o menos ornamentales. Recordaba su<br />

primera homilía sobre la re<strong>de</strong>nción <strong>de</strong> Cristo, sus hábiles juegos <strong>de</strong><br />

palabras, el subrayado <strong>de</strong> un Dios muriendo por el hombre, como<br />

clave <strong>de</strong> nuestra salvación.<br />

De poco valían nuestras oraciones, nuestros sufragios, nuestros<br />

rezos, si olvidábamos lo fundamental: los méritos <strong>de</strong> la Pasión <strong>de</strong><br />

Cristo.<br />

Lo evocaba, en lo alto <strong>de</strong>l púlpito, los brazos en cruz, tras un silencio<br />

teatral, recabando la atención <strong>de</strong>l auditorio.<br />

La gente abandonaba el templo comentando las palabras <strong>de</strong>l Doctor,<br />

sus a<strong>de</strong>manes, sus silencios, sus insinuaciones, pero don Fermín<br />

Gutiérrez, más agudo e informado, siempre aludía al fondo<br />

erasmista <strong>de</strong> sus pláticas. Cipriano pensó si no sería este fondo lo<br />

que le inquietaba. En una <strong>de</strong> sus visitas periódicas a su tío Ignacio<br />

le preguntó por Cazalla. Don Ignacio le conocía bien pero no le<br />

admiraba. Había nacido a principios <strong>de</strong> siglo, en Valladolid, hijo <strong>de</strong><br />

un contador real y <strong>de</strong> doña Leonor <strong>de</strong> Vivero, en cuya casa, viuda ya,<br />

vivía actualmente. En su tiempo se había tenido a los Cazalla por<br />

judaizantes y don Agustín había estudiado Artes, con mucho<br />

aprovechamiento, en el Colegio <strong>de</strong> San Pablo, con don Bartolomé <strong>de</strong><br />

Carranza, su confesor. Más tar<strong>de</strong> se graduó <strong>de</strong> maestro el mismo día<br />

que el famoso jesuita Diego Laínez.<br />

Diez años <strong>de</strong>spués, el Emperador, seducido por su oratoria, le<br />

nombró predicador y capellán real. Viajó con él varios años por<br />

Alemania y Flan<strong>de</strong>s y ahora acababa <strong>de</strong> instalarse en Valladolid,<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> pasar unos meses en Salamanca.<br />

Don Ignacio Salcedo le tenía por empinado y fatuo.<br />

—¿Fatuo Cazalla? —inquirió Cipriano perplejo.<br />

—¿Por qué no? A mi juicio Cazalla es hombre <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s palabras y<br />

pequeñas i<strong>de</strong>as. Una mezcla peligrosa.

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