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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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izquierdo, la piel arrugada y gris, y, agarrado al extremo <strong>de</strong>l palo,<br />

escuchaba las exhortaciones <strong>de</strong> un dominico, que por un momento le<br />

hicieron vacilar, mas, al volver la cabeza y reparar en la gallardía<br />

con que don Carlos <strong>de</strong> Seso aceptaba el suplicio, se <strong>de</strong>jaba quemar<br />

sin un gesto <strong>de</strong> protesta, dio un gran salto y se arrojó <strong>de</strong> nuevo a las<br />

llamas don<strong>de</strong> murió, dando brincos hasta que perdió el<br />

conocimiento.<br />

La multitud apostada ante los palos rugía <strong>de</strong> entusiasmo. Los niños<br />

y algunas mujeres lloraban, pero muchos hombres, encendidos por el<br />

alcohol, reían <strong>de</strong> las batudas y torsiones <strong>de</strong> Juan Sánchez, le<br />

llamaban leproso y malnacido y remedaban ante los espectadores<br />

sus gestos y piruetas. Asimismo <strong>de</strong>spertaron la hilaridad y las<br />

lágrimas <strong>de</strong> los presentes los contoneos y muecas <strong>de</strong>l bachiller<br />

Herrezuelo, amordazado, las llamas reptando por su entrepierna,<br />

estirándose hasta abrasarlo, el alarido inhumano que escapó <strong>de</strong> su<br />

garganta una vez que el fuego <strong>de</strong>voró su mordaza y liberó su boca.<br />

Muchas mujeres cerraban los ojos horrorizadas, otras rezaban, las<br />

manos juntas, la mirada recogida, pero algunos hombres seguían<br />

voceando e insultándole. Cipriano apenas tenía una vaga i<strong>de</strong>a <strong>de</strong><br />

que había visto morir a Seso, a Juan Sánchez y al bachiller a su<br />

lado. Las llamas habían dado rápida cuenta <strong>de</strong> sus vidas y el<br />

pesado hedor <strong>de</strong> carne quemada se asentaba sobre el campo. Divisó<br />

al verdugo encaminándose al palo, la tea humeante en su mano<br />

<strong>de</strong>recha, y, entonces, volvió a cerrar sus ojos encarnizados y a<br />

encarecer <strong>de</strong> Nuestro Señor una señal. Un cura corría ahora hacia el<br />

verdugo, la sotana arremangada, suplicándole con violentos<br />

a<strong>de</strong>manes que <strong>de</strong>morara la ejecución. Era el padre Tablares. Llegó a<br />

la escala ja<strong>de</strong>ando, se llevó una mano al pecho y se <strong>de</strong>tuvo en el<br />

primer peldaño. Al cabo, subió <strong>de</strong> un tirón y juntó su rostro<br />

compasivo al <strong>de</strong>l falleciente Salcedo. Ja<strong>de</strong>aba. Todavía aguardó<br />

unos minutos para hablar:<br />

—Hermano Cipriano, aún es tiempo —dijo al fin—. Reducíos y<br />

afirmad vuestra fe en la Iglesia.<br />

Los hombres silbaban. Cipriano entreabrió sus párpados hinchados y<br />

esbozó una tímida sonrisa.<br />

Tenía la boca seca y la mente borrosa. Levantó la cabeza y miró a lo<br />

alto:<br />

—C... creo —dijo— en la Santa Iglesia <strong>de</strong> Cristo y <strong>de</strong> los Apóstoles.<br />

<strong>El</strong> padre Tablares aproximó los labios a su mejilla y le dio la paz en<br />

el rostro:

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