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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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Señor. Pensaba mucho en Ana Enríquez, en el fondo admiraba su<br />

belleza y su coraje, pero su <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> conservarse puro estaba por<br />

encima <strong>de</strong> estas <strong>de</strong>bilida<strong>de</strong>s.<br />

Se hallaba solo, el silencio <strong>de</strong>l campo, salvo el lejano graznar <strong>de</strong> los<br />

cuervos, era total, ¿por qué no bajaba a su lado Nuestro Señor? ¿Tal<br />

vez la luz era excesiva?<br />

¿Reservaba sus comparecencias para los templos? ¿Tendría razón el<br />

Doctor cuando afirmaba que la quimera era indicio <strong>de</strong> <strong>de</strong>bilidad<br />

mental? ¿Pa<strong>de</strong>cería alucinaciones?<br />

Caía el sol cuando <strong>de</strong>spertó. <strong>El</strong> caballo, <strong>de</strong> salto en salto, había<br />

puesto distancia por medio. Lo encontró bebiendo agua en el<br />

cangilón <strong>de</strong> una noria, al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong>l arcabuco. Lo ensilló y buscó el<br />

camino, ya anochecido. No tenía prisa pero, al día siguiente, hizo un<br />

alto en Larrasoaña, su última comida y su última siesta.<br />

Deliberadamente aguardó a que se hiciera noche cerrada para<br />

entrar en Cilveti. <strong>El</strong> pueblo parecía <strong>de</strong>sierto y, sin embargo, la<br />

puerta <strong>de</strong> Echarren, la <strong>de</strong> su casa, se encontraba abierta. También<br />

la trasera. Le llamó la atención el número <strong>de</strong> mulas que se juntaban<br />

en el patio pero no sospechó nada. Se sentía lejos <strong>de</strong> cualquier<br />

asechanza. ¿Cómo podían imaginar los alguaciles <strong>de</strong> la Inquisición<br />

que uno <strong>de</strong> los hombres que buscaban se encontraba en este<br />

momento en Cilveti?<br />

Ató el caballo a la puerta y subió a tientas. La mujer <strong>de</strong> Echarren,<br />

con un candil en la mano, le acompañó en silencio a la sala que ya<br />

conocía. Oyó rumores <strong>de</strong> conversaciones, <strong>de</strong> cuchicheos en la<br />

habitación vecina y, <strong>de</strong> improviso, entró un hombre con el blasón <strong>de</strong><br />

la Or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> Santo Domingo en el pecho, sobre el sayo, y dos<br />

arcabuceros <strong>de</strong>trás, apuntándole con sus armas.<br />

Cipriano se incorporó, retrocedió sorprendido:<br />

—En nombre <strong>de</strong> la Inquisición, daos preso —dijo el alguacil.<br />

No ofreció resistencia. Acató la or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> sentarse ante el oficial, los<br />

dos arcabuceros tras él.<br />

Luego entró Pablo Echarren, con el cabello alborotado, en jubón, en<br />

compañía <strong>de</strong>l secretario, que se sentó junto al alguacil con unos<br />

papeles blancos sobre la mesa. <strong>El</strong> oficial miró a Echarren, a su lado,<br />

<strong>de</strong> pie:<br />

—¿Éste es el hombre?

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