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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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menudo pero no flaco, porque en lugar <strong>de</strong> huesos tenía espinas como<br />

los peces.<br />

<strong>El</strong> fingido <strong>de</strong>sconsuelo <strong>de</strong> don Bernardo y su distanciamiento real<br />

hacia el pequeño <strong>de</strong>terminaron la cada día más cálida aproximación<br />

<strong>de</strong> la muchacha. Minervina gozaba viendo la avi<strong>de</strong>z con que el niño<br />

tiraba <strong>de</strong> sus rosados pezones, los juegos <strong>de</strong> sus manitas, los gorjeos<br />

inarticulados, su confiada <strong>de</strong>pen<strong>de</strong>ncia. Con el niño en brazos, se le<br />

ocurría a veces que su hijo no había muerto, que reposaba allí<br />

confiadamente en su enfaldo y que tenía que mirar por él.<br />

—¡Qué boba! —se <strong>de</strong>cía <strong>de</strong> pronto—. Pues no estaba pensando que el<br />

niño era mío.<br />

Fuera <strong>de</strong> la atención permanente <strong>de</strong>l recién nacido y <strong>de</strong> los<br />

comentarios que <strong>de</strong>spertaba, lo único que rompía la monotonía<br />

cotidiana en aquellos días era la visita vespertina <strong>de</strong> don Ignacio y<br />

doña Gabriela. La belleza y elegancia <strong>de</strong> ésta encandilaban a<br />

Mo<strong>de</strong>sta y Minervina y el esplendor <strong>de</strong> sus atuendos las<br />

<strong>de</strong>slumbraba. Jamás repetía mo<strong>de</strong>lo, pero, con unos o con otros,<br />

había una ten<strong>de</strong>ncia clara a marcar la línea <strong>de</strong> los pechos y la<br />

flexibilidad <strong>de</strong> la cintura.<br />

Las sayas francesas, las lobas abiertas <strong>de</strong> brocado, las mangas<br />

abullonadas <strong>de</strong>jando entrever la tela blanca <strong>de</strong> la camisa,<br />

facilitaban motivos <strong>de</strong> conversación a las muchachas. Pero, a<strong>de</strong>más,<br />

estaban los andares <strong>de</strong> doña Gabriela, muy vivos y atildados, sin<br />

lastre, como si su cuerpo tuviera el privilegio <strong>de</strong> flotar, <strong>de</strong> eludir la<br />

acción <strong>de</strong> la gravedad. Enternecida por la suerte <strong>de</strong>l pequeño,<br />

Mo<strong>de</strong>sta y Minervina la acompañaban cada vez que subía a visitarlo<br />

a las buhardillas. Doña Gabriela nunca aludía al tamaño <strong>de</strong>l niño,<br />

le gustaba así, le conmovía su orfandad y, valiéndose <strong>de</strong> tretas y<br />

ardi<strong>de</strong>s, trataba <strong>de</strong> adivinar los sentimientos <strong>de</strong> su padre hacia él.<br />

Se <strong>de</strong>sazonaba cada vez que Minervina le daba cuenta <strong>de</strong> su<br />

sequedad y estuvo a punto <strong>de</strong> sufrir un soponcio el día que le<br />

comunicó que don Bernardo había llamado “pequeño parricida” a la<br />

criatura. Dada la aversión <strong>de</strong> su cuñado hacia su hijo, y confirmada<br />

la infertilidad <strong>de</strong> su matrimonio, una <strong>de</strong> aquellas tar<strong>de</strong>s silenciosas<br />

y confi<strong>de</strong>nciales que siguieron a la viu<strong>de</strong>z <strong>de</strong> don Bernardo, doña<br />

Gabriela, con voz emocionada, brindó a su cuñado la posibilidad<br />

magnánima <strong>de</strong> hacerse cargo <strong>de</strong>l recién nacido, sin papeles ni<br />

compromisos <strong>de</strong> adopción, simplemente para aten<strong>de</strong>rlo, en tanto no<br />

alcanzara una edad razonable que su padre <strong>de</strong>terminaría. Don<br />

Bernardo pestañeó dos veces hasta que notó en los ojos el calor <strong>de</strong><br />

una lágrima y dijo rotundo: el niño es mío; su casa es ésta.<br />

Hábilmente doña Gabriela le hizo ver que el niño, lejos <strong>de</strong> consolarle,

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