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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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día, sugirió a Cipriano visitar a doña Ana Enríquez en La<br />

Confluencia, la casa <strong>de</strong> placer <strong>de</strong> su padre, en la conjunción <strong>de</strong>l<br />

Duero y el Pisuerga, en un frondoso soto <strong>de</strong> olmos, tilos y castaños<br />

<strong>de</strong> Indias. Una hermosa casa, dijo el Doctor, <strong>de</strong> las muchas que<br />

había levantado la aristocracia a orillas <strong>de</strong> los ríos al advenimiento<br />

<strong>de</strong> la Corte. Sería oportuno que doña Ana que, pese a su juventud,<br />

era una mujer con carácter, instara a su criado Cristóbal <strong>de</strong> Padilla<br />

a entrar en vereda, a tomar todo aquel asunto <strong>de</strong> las reuniones <strong>de</strong><br />

grupo con la <strong>de</strong>bida seriedad. A Cipriano le agradó el encargo.<br />

La belleza <strong>de</strong> doña Ana, su perfil atrayente, le había quitado la<br />

<strong>de</strong>voción en el último conventículo, el <strong>de</strong> los sacramentos. Un perfil<br />

perfecto, sugerente, regular y voluntarioso, subrayado por la<br />

elegante sencillez <strong>de</strong> su indumento que <strong>de</strong>jaba al <strong>de</strong>scubierto un<br />

largo cuello ornado con un collar <strong>de</strong> perlas.<br />

Pero lo más notable en el perfil <strong>de</strong> doña Ana era la toca <strong>de</strong> camino,<br />

larga y estrecha, que ella enrollaba hábilmente como un turbante en<br />

la parte alta <strong>de</strong> la cabeza. En el momento <strong>de</strong> su atenta<br />

contemplación no hubiese podido asegurar que ella se sintiera<br />

observada, aunque tampoco lo contrario, pero prefería pensar que<br />

no, que ella era así, espontánea y natural, tanto cuando escuchaba<br />

las homilías <strong>de</strong>l Doctor, como cuando se recogía <strong>de</strong>votamente en el<br />

salmo inicial, o alzaba tímidamente una mano por encima <strong>de</strong> su<br />

cabeza para pedir la palabra durante los coloquios. La asistencia a<br />

los conventículos <strong>de</strong> doña Ana Enríquez era absolutamente relajada,<br />

con afán participativo.<br />

Cuando el Doctor le encomendó visitarla con objeto <strong>de</strong> aclarar el<br />

silencio <strong>de</strong> Padilla, no lo <strong>de</strong>moró.<br />

<strong>El</strong>la respondió a su nota urgente aprovechando el mismo correo: le<br />

esperaba dos días más tar<strong>de</strong> a las once <strong>de</strong> la mañana. En el camino<br />

<strong>de</strong> Medina, Salcedo recordó a su esposa, mas enseguida se concentró<br />

en el motivo <strong>de</strong> su viaje: Ana Enríquez, su voz cálida y empastada,<br />

<strong>de</strong> mucho volumen, su disponibilidad, su bien <strong>de</strong>finida personalidad<br />

tratándose <strong>de</strong> una muchacha <strong>de</strong> apenas veinte años.<br />

<strong>El</strong> arco <strong>de</strong> las piernas <strong>de</strong> Cipriano se iba adaptando a la cruz más<br />

reducida <strong>de</strong> “Pispás”, un caballo que se <strong>de</strong>jaba gobernar más por la<br />

presión <strong>de</strong> las rodillas <strong>de</strong>l jinete que por las riendas. Era un pura<br />

sangre también, ligero como el viento, pero menos corpulento y<br />

pru<strong>de</strong>nte que “Relámpago”. Un día subiría al monte <strong>de</strong> Illera para<br />

visitar la tumba <strong>de</strong> éste, un homenaje obligado.

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