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El Hereje.pdf - Biblioteca Digital de Cuba

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vaivenes <strong>de</strong>l carro, el pesado trote <strong>de</strong> las mulas, los hondos baches<br />

<strong>de</strong>l trayecto cuando él rodaba hasta la red <strong>de</strong> lía <strong>de</strong> la trasera<br />

dando gritos <strong>de</strong> júbilo. Alguna viajera <strong>de</strong>l pueblo le miraba con<br />

temor, pero Minervina le justificaba diciendo: este niño es medio<br />

titiritero. Y reía para quitar importancia al inci<strong>de</strong>nte. Más tar<strong>de</strong>, en<br />

el pueblo, en casa <strong>de</strong> Minervina, Cipriano jugaba con los niños <strong>de</strong>l<br />

vecindario. Le gustaban aquellas casas <strong>de</strong> un solo piso con el suelo<br />

<strong>de</strong> tierra apelmazada, pero limpias, <strong>de</strong> pocos muebles, a todo tirar<br />

dos escañiles, una alacena, una mesa <strong>de</strong> pino para comer y, en las<br />

habitaciones <strong>de</strong>l fondo, sendas camas <strong>de</strong> hierro negro entre las que<br />

se repartían los familiares para dormir.<br />

A la madre <strong>de</strong> Minervina le sorprendió el tamaño <strong>de</strong>l niño el primer<br />

día: este niño tan flaco no parece <strong>de</strong> casa rica, observó. Pero la<br />

chica se revolvió, lo <strong>de</strong>fendió como cosa propia: no es flaco, madre;<br />

lo que tiene son espinas en lugar <strong>de</strong> huesos, como dice mi<br />

compañera. Luego, cuando el pequeño empezó a hacer títeres por los<br />

rincones, la chica, muy ufana, recalcó: es fuerte, madre. A los cinco<br />

meses, ya se empinaba en el regazo para agarrar la teta y a los<br />

nueve ya se andaba. Nunca he visto una cosa así.<br />

Cipriano se sentía libre y feliz en el pueblo. Con los amigos <strong>de</strong> su<br />

edad, correteaban por todas partes y, algunas veces, se arrimaban a<br />

la casa <strong>de</strong> Pedro Lanuza, pintada <strong>de</strong> amarillo, y golpeaban las<br />

cacerolas y les <strong>de</strong>cían a voces “herejes” y “alumbrados”. Y las hijas<br />

<strong>de</strong> Pedro Lanuza, especialmente la Olvido, se asomaban a la puerta<br />

con la mano <strong>de</strong>l almirez y les amenazaban con molerlos a golpes. De<br />

vuelta a casa en el ordinario, el niño y Minervina contaban estas<br />

cosas en la cocina y la señora Blasa preguntaba: ¿aún sigue bajando<br />

el Pedro Lanuza los sábados don<strong>de</strong> la Francisca Hernán<strong>de</strong>z? A ver,<br />

señora Blasa, aclaraba la Minervina, pero, entiéndame, no es que<br />

sean malos, es que es así su religión. Y la Blasa añadía: cualquier<br />

día me arrimo don<strong>de</strong> la señora esa y hago por verlos.<br />

<strong>El</strong> <strong>de</strong>stete <strong>de</strong> Cipriano, como no podía menos, repercutió en el cuerpo<br />

<strong>de</strong> Minervina. Sus pechos, <strong>de</strong> por sí pequeños, se achicaron un poco<br />

más, se apretaron, mientras su cuerpo espigaba y los miembros<br />

recuperaban la felina elasticidad enervada con la crianza.<br />

Engolosinado con el sexo, a don Bernardo no le pasó inadvertida<br />

esta leve metamorfosis. Su mirada se iba tras la muchacha cuando<br />

aparecía en sus dominios y la seguía placenteramente con la vista<br />

sin <strong>de</strong>jarlo.<br />

En ocasiones, cuando portaba en sus manos levantadas algún objeto<br />

<strong>de</strong>licado <strong>de</strong> loza o porcelana y temía que su contenido se <strong>de</strong>rramara,<br />

sus pisadas se hacían mínimas, y <strong>de</strong>liciosa su ca<strong>de</strong>ncia, el leve

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